Mentiras y souvenirs IV, Más se perdió en Cuba

Dichosa Habana que confunde a la gente. El habanero cree que la ciudad está llena de cámaras de vigilancia, te lo dirá una y otra vez pero es tan falso como aquellas señales que se veían a la entrada de las ciudades hace años: «Velocidad controlada por radar». Todo eso impresiona aunque las únicas cámaras perceptibles sean los ojos de quienes se dedican a espiar e informar.

Pasó un policía habanero de interesante cara y le entré de un modo tonto pero que dio resultado: Oiga, tengo ya todos los uniformes pero me falta fotografiar el de policía. «Con gusto, amigo, pero aquí está lleno de cámaras. Mejor vaya y hable con algún compañero de los que andan cerca del Capitolio, aquello no está tan vigilado». Interesante: el vigilador… etcétera.

La Habana no es ciudad para gourmets por mucho dinero que quieras gastar. La dieta del cubano es conocida: arroz congrí, vegetales y, de tarde en tarde, algo de pollo. No hay problemas de colesterol -según una amiga doctora- y los casos de obesidad son cuestión hormonal más que sobrealimentación.

Pueden decirte que en El Guajirito se come bien pero encontrarás que lo mejor -con mucha diferencia- son las camareras; preciosas muchachas, todas blancas, encantadoras y con graciosos sombreros de paja. La comida, cara, es mejor olvidarla.

Tampoco mejora la cosa si haces la turistada de irte a comer al Floridita donde, sin lugar a dudas, lo mejor son los daiquiris de auténtico zumo de limón. A los llamados paladares (casas particulares -más o menos- donde sirven comidas) es mejor no acudir si no tienes un estómago a prueba de balas, pero quién sabe, a lo mejor el destino te depara un feliz encuentro.

Mi amigo Ricardo me llevó cierta noche a un restaurante donde servían pescado, esa cosa tan extraordinaria en un país que es una isla. Lo mejor el sitio, una terraza en el bonito barrio de Vedado donde corría el escaso aire fresco que se mueve en verano. El trozo de pez que comí era lo más parecido a un trozo de borra pasado por la sartén. Eso sí, el arroz congrí que ponen de guarnición serviría para alimentar a una familia durante varios días.

No está mal ese arroz con fríjoles -en algunos sitios está incluso bien- pero el alto índice glucémico de ambos ingredientes me impide consumir más allá de unas cucharadas.

Para los habaneros los platos estrella son los camarones y la langosta: unos crustáceos bastos, resecos y chiclosos. Son platos caros y que están en el imaginario popular, pues muy raramente se los pueden permitir.

La mejor opción -salvo cuando viajé por la isla, que debí apañarme con lo que pude- fue comer en el hotel. Caro pero al menos podía tomar ensaladas, fruta y carne o pescado a la plancha, siempre que no me pusiera exigente. Es lo que hay y no se puede culpar al cocinero de que la ternera o el lenguado no sean mejores.

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Como siempre en Cuba, donde lo oficial va por un lado y la realidad por otro, se puede viajar allí y vivir con poco siempre que tengas amigos que te alquilen un piso, cambien moneda por ti y hagas tú mismo la compra. Con lo que aquí gastas en un mes podrías vivir allí unos cuantos si tienes en cuenta lo que cité en otra entrada: el sueldo mensual de un médico es de unos treinta euros. Aunque por muy bien que te lo montes y suponiendo que tengas algún amigo fiable tendrás que pasar, al menos, una noche en un hotel pues sin eso no conseguirás el visado.

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En las tiendas de comida, las bodegas, no hay casi nada que comprar. Cuba produce muy poca comida y debe importar la mayor parte de lo que consume incluyendo la fruta, algo curioso en un país tan fértil. Para poder comprar debes acudir a las tiendas llamadas libres -las otras son para proveer las cartillas de racionamiento- donde encontrarás existencias en función de las importaciones, que son irregulares. No verás muchos gordos entre la gente trabajadora aunque sí en el personal que trabaja en hoteles o cerca de los turistas.

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Cuba tiene un problema, y serio, con la producción de alimentos. Durante el período soviético se habituaron a los monocultivos de la caña de azúcar y el tabaco. La cultura campesina desapareció pues los camaradas soviéticos se llevaban el azúcar, ron y tabaco y proveían de todo lo necesario. Para qué más complicaciones. Me contaba hace muchos años Gladys Triana, hermana del escritor, que la gestión del Che en el ministerio fue desastrosa: su obsesión era hacer exactamente lo contrario de lo que hacían los capitalistas. Allí cultivaban caña, pues ahora vacas; allá vacas, ahora caña. Tuvo que dejarlo y marcharse a lo suyo, que era pegar tiros.

Raúl Castro se hacía algunas preguntas -bastante retóricas- en el Granma y la televisión (en el rato que le deja Hugo Chávez) pero atinadas. Cómo no mejora la flota pesquera cubana, por qué son incapaces de producir los alimentos que necesitan, cómo han permitido que de once millones de habitantes que tiene la isla, la mayoría vivan en las ciudades. Una de las respuestas que se da es el reenvío de gente al campo pero no parece que eso vaya a incrementar la producción de alimentos en un plazo de tiempo razonable pues la cultura campesina -una vez olvidada- no es fácil de reproducir.

Ministerio

La primera en la frente. Apenas bajamos del avión nos montamos en un autobús de los que van repartiendo por los diversos hoteles. Una morena cuarentona, todavía de buen ver, de esas que pone el gobierno para informar a los turistas, cogió el micrófono y preguntó: «Que levanten la mano los españoles para dirigirme a ellos en Español». A lo mejor no es buena cosa hablarle así al personal pero todos los españoles levantamos la mano menos una pareja, ella y él. «¿Ustedes no son españoles?» -les preguntó. «No, somos vascos» -contestó la chica en perfecto castellano. «Bien, dejémonos de tonterías -replicó la mulatona. Que yo sepa, el País Vasco es España». Hubo unos aplausos por el fondo del autobús y la pareja se achantó.

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Había que tomarse unos daikiris en Floridita. Son los mejores de La Habana y conviene alimentar las leyendas, qué si no. Junto a nuestra mesa, en unas cuantas mesas juntas, hay sentados media docena de argentinos. Están contentos y piden canciones al pequeño grupo que anima el local. Se pueden imaginar que, además de la Guantanamera, suenan las de Carlos Puebla que no suelen ser del gusto de los soneros. La cantante, que también sonaba el güiro, les complacía una y otra vez al tiempo que les pasaba la gorra, en este caso el propio güiro.

Un rato más tarde entraron unas jineteras a la altura del Floridita y los argentinos las invitaron a sentarse y beber con ellos. Para ese momento ya andaban muy cargados.

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El «Rosalía de Castro» es un tugurio al que acuden chicas muy bonitas. Van a bailar y a pescar compañía pagana. Unas son jineteras y otras no, pero no es fácil de distinguir a simple vista. El local es un salón de baile en un primer piso al que accedes por lo que fue una escalera de casa buena y ahora es una ruina, como casi todo en La Habana. Antes de entrar hay que pagar un ticket en pesos convertibles: te lo recuerdan unos gorilones con una mesita delante. Cinco pesos por barba (ellas no pagan). La sexta parte de un buen sueldo cubano. La bebida es infame y más te vale pedir cerveza o una de esas colas de Elciego Montero, una gaseosa con pretensiones. Lo bueno aquí no es la bebida, ni la inexistente decoración o el atufante servicio a cuya puerta una anciana que debería estar en un asilo te cobra otro peso convertible cada vez que entras a orinar. Lo bueno es la música, muy variada, y el danzar de los cuerpos. Sujeta bien la cartera, deja el móvil en el hotel y no te achispes al punto de perder las coordenadas de tiempo y espacio so pena de acabar sentado en las escaleras y con los bolsillos vueltos del revés.

Uno de mis jóvenes compañeros fue incapaz de aguantar la tralla de una tremenda bailarina. Le dio tal masaje con el culo al ritmo de la música que, en unos minutos, era suyo. Neil, no te zorrees tan rápido, cabrón, que nos jodes la fiesta y esto no ha hecho más que empezar. «Me voy con la tía y que me mate de una puta vez». Qué prisas -se tronchaba Ricardo: cuanto más espere más fácil. Pero Neil ya había desaparecido camino de la oscuridad de La Habana.

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-Oiga, usted por lo menos fue jugador de baloncesto.

-Fui boxeador y no malo.

-Debió ser difícil de tirar al suelo con esa estatura, ¿cuánto mide?

-Dos metros y cinco centímetros.

-Supuse que pasaba de los dos metros. Muy alto para un peso pesado.

-No me fue mal pero no pude combatir fuera de la isla.

Ahora guarda la puerta del Montserrate y sirve las mesas de vez en cuando. Nada que guardar pues toda la pared derecha del café tiene ventanales tan grandes y siempre abiertos que la gente que no puede permitirse entrar se acoda en ellos y escucha las actuaciones; si son buenas pueden montar sus propios bailoteos sobre la acera y desde luego jalean a los músicos como si hubiesen pagado.

El gigante tiene una cara de bueno que no puede con ella pero dudo que con esos antebrazos haya un norteamericano trompa que se pueda poner gallito: lo coge en volandas y lo deposita amorosamente en el primer taxi que vea. Dichosa Habana.