Dinero, para descansar

…cuando sonó el teléfono.
-¿John? Lorne Guyland.
-¡Lorne! -dije. La leche, menudo graznido-. ¿Qué tal estás?
-Bien -dijo. Estoy bien, John. ¿ Y tú?
-Magnífico, magnífico.
-Muy bien, John. ¿John?
-¿Lorne?
-Me preocupan ciertas cosas, John.
-Cuéntamelas, Lorne.
-No soy ningún anciano, John.
-Ya lo sé, Lorne.
-Estoy en forma, mejor que nunca.
-Me alegro, Lorne.
-Por eso no me gusta que digas que soy un anciano, John.
-Pero si no lo digo, Lorne.
-Vale, pero lo insinúas, implícitamente, John, y es, bueno, es lo mismo que si lo dijeras. En mi texto. Y también dices implícitamente que tengo muy poca actividad sexual y que no soy capaz de satisfacer a las mujeres. Y eso no es cierto, John.
-Estoy seguro de que no lo es, Lorne.
-Entonces, ¿por qué lo insinúas? Me parece, John, que tendríamos que vernos para hablar de todo esto. Detesto comentar cosas así por teléfono.
-Naturalmente. ¿Cuándo?
-Soy una persona muy atareada, John.
-Lo cual me merece todos los respetos, Lorne.
-No esperes que lo deje todo así, por las buenas, y sólo para reunirme contigo, John.
-Claro que no, Lorne.
-Vivo una vida completísima, John. Completa y activa. Superactiva, John. A las seis en punto ya estoy en el gimnasio. Cuando termino mi programa, hago judo con mi profesor. Por las tardes le doy a las pesas. Y cuando estoy en casa, bueno, golf, tenis, esquí náutico, buceo, squash y polo. Sabes, John, a veces salgo simplemente a la playa y me pongo a correr como un chiquillo. Las chicas, esas tías que tengo en casa, me riñen cuando regreso tarde de correr, como si fuese un mocoso. Y luego me paso la mitad de la noche jodiendo. Ayer mismo…
Y siguió así, lo juro ante Dios, durante una hora y media. Al cabo de un rato me quedé callado. Lo cual careció de efectos. De modo que me quedé escuchándole, sentado, fumando y pasándomelo realmente mal.
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Mejor será que cuente la verdad sobre Selina, y que lo haga pronto. ¿Qué estoy dejando que me haga esa perra cachonda?
Al igual que muchas otras tías (según creo) y sobre todo las de tipo pequeño, flexible, nervioso, ágil, y listas como el diablo para la cama, Selina vive su vida en constante temor de asaltos y violaciones. El mundo la ha violado con frecuencia en el pasado, y está convencida de que le quedan ganas de repetir. Tendida junto a mí en la cama, o recostada a mi lado en los largos y ansiosos viajes en mi Fiasco, o sentada frente a mí en las prolongadas heces de los banquetes, Selina me ha refrescado frecuentemente contándome historias de insultos y violaciones padecidas por ella durante su infancia y su adolescencia: un sicópata de aliento almizclado que le ofrecía tofes en el parque; las investigaciones en el armario de las escobas de sudorosos parkings; las portentosas sombras que emergen en callejones nocturnos; de todo, incluidos los fotógrafos narcisistas y los atrezzistas priápicos que andaban a la caza de su cuerpo mientras ella trabajaba; y, últimamente, los ceñudos punks, los gamberros a la salida del fútbol, así como abusones de parada de autobús y demás gentuza que se ha pasado la vida pellizcándole el culo o metiéndole mano a las tetas, y, en general, lanzándose por las buenas a hacer lo que tenían ganas de hacer… Debe de ser agotador saber que la mitad de los habitantes del planeta pueden hacerte lo que les dé la gana.
Y debe ser especialmente duro para una chica como Selina, cuyo aspecto, tras muchas horas ante el espejo, es un frágil equilibrio entre la niña remilgada y el putón verbenero. Sus gustos son, además, propios de gente con pasta, y prometen una tecnología de burdel combinada con ropa interior carísima. He ido en pos de Selina, por ejemplo, cuando va de compras, y la he visto adelantarse con sus tejanos serrados a medio muslo y una camisa desteñida con lejía, o con una faldita con volantes que apenas roza el comienzo de sus magníficos muslos o con una segunda piel semitransparente, se diría que un condón, o con un uniforme abreviado de colegiala
Los tíos se estremecen y miran. Dan media vuelta y se esconden un poco. Cierran los ojos y se agarran el paquete. Y a veces, cuando me ven corriendo detrás de ella, y pasándole la mano por su delgada y musculosa cintura, me miran como diciendo: a ver si lo arreglas, tío. No permitas que ande por el mundo así. Joder, el responsable eres tú, ¿no?
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Con los negocios no suelo tener problemas, es el placer el que me mete en todos estos carísimos líos… Después, media hora en la aduana y otra media hasta que tomé este taxi; sí, y luego todo ese serpentear demencial, todos esos regateos del taxi por las calles. He conducido por Nueva York. Cinco manzanas bastan para dejarte reducido al llanto y la náusea, de tanta barbarie. De modo que, ¿qué pasa con la pandilla de mamones que se ganan la vida conduciendo taxis? Que lo pruebe el que se atreva.
-¿Y por qué tendrían que hacer ustedes una cosa así? -le dije.
-¿Eh?
-Lo de matar a todos los negratas y demás gamberros.
-Porque creen que todos los taxistas -dijo, y alzó una mano destrozada del volante- somos unos mierdas.
Suspiré y me incliné hacia adelante.
-¿Sabe una cosa? -le dije-. Es usted un mierda. Hasta ahora pensaba que eso no era más que una palabrota. Usted es el primer auténtico mierda con el que he tropezado.
Nos enfrentamos. Alzándose en su asiento, el taxista se volvió poco a poco hacia mí. Tenía la cara mucho más horrible, sabrosa, mucho más útil de cuanto hubiera podido imaginarme: una cara de percebe, algo femenina, con ojos brillantes y labios gazmoños, como si hubiese otra cara, la cara real, debajo de esa máscara de piel.
-Vale, tío. Bájese del taxi. ¡He dicho que se baje del jodido taxi!
-Bueno, bueno -dije, empujando la maleta a través del asiento.
-Veintidós dólares -dijo él-. Lo que marca el taxímetro.
-No pienso darle ni cinco -dije. So mierda.
Sin variar el ángulo de su mirada, metió la mano bajo el salpicadero y tiró de una palanca especial. Las cuatro puertas quedaron cerradas con un ruido de metal engrasado.
-Oígame bien, cacho cabrón -comenzó-. Estamos en el cruce de la Noventa y nueve y la Segunda. El dinero. Déme el dinero.
Dijo que me llevaría veinte manzanas más allá y que me echaría de un puntapié, en medio de la negrada. Dijo que para cuando los negros acabaran conmigo, yo habría quedado reducido a un montón de pelo y dientes.
Llevaba algunos billetes de mi último viaje. Le di uno de veinte dólares a través del plástico roto. El taxista liberó las puertas y salí. No había nada más que decir.
De modo que ahora me encuentro aquí, con mi maleta, golpeado por la luz, en una isla de lluvia. A mi espalda hay una tremenda masa de agua, y el corsé industrial del FDR Drive… Ya deben ser cerca de las ocho, pero el sollozante aliento del día esconde aún su brillo, un brillo de cloaca, muy desdichado: con lluvia y goteras. Al otro lado de la sucia calle, tres críos negros haraganean en el portal de una tienda de bebidas alcohólicas.