Canta lo sentimental

Sábado. Una comida con restauradores y gente del Prado que no me apetece y a la que no iré. El gimnasio, dos horas de machaque, si acaso, o escribir esta entrada y refugiarme en un libro.

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La ventana de mi dormitorio daba al campo. Un arroyo enmarañado y huertas; más allá, los montes que iban a acostarse en el mar. Cierta noche sonaron tiros y mi padre entró y me dijo que no me asomase a la ventana. Habían detenido o matado, quién sabe, a un hombre. Era un tiempo sin preguntas y la curiosidad podía ser mala compañía.
Sí, era un niño enfermizo y débil. Contraje demasiadas enfermedades, más de lo aceptable. Mi padre compraba antibióticos de estraperlo mientras yo escuchaba Diego Valor, el Piloto del Espacio, en la radio, y aprendía a leer solo. Cuando comencé a ir a la escuela ya sabía leer. Se lo oculté unos días a mi padre pero terminó descubriéndolo. Por qué. Era un juego para que me siguiesen leyendo, ocupándose. Mi padre tiró todos los tebeos. En adelante leería libros.
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En casa había tocadiscos. Un mueble telefunken con la radio de válvulas en medio, un departamento para los discos abajo y el tocadiscos que aparecía al levantar la tapa. Los niños nunca lo hubiéramos puesto en marcha y sólo lo hacía mi padre en las fiestas familiares. Los días corrientes oíamos la radio.
Mi padre compraba discos pero no muchos. El que más me gustaba tenía una funda brillante y beige con un hombre de cara muy rasurada y un fino bigote. Rafael Muñoz y su Gran Orquesta. Canta José Luis Moneró.
Sentía mucho placer al escuchar Campanitas de cristal porque se asociaba a las primeras películas de Disney que me llevaron a ver, tan mágicas. Pero había otras que me turbaban porque mis padres y sus amigos, todos jóvenes, las bailaban muy juntos y con caras cuyo significado se me escapaba.
Eran Perfume de gardenia y Palabras de mujer. De otras no me acuerdo.