Los escritores no son gente de fiar

En la acera de enfrente había antes un restaurante italiano de tercera generación, con manteles de hilo y camareras serias, vestidas de negro, con mucho trasero. Ahora es un antro de hamburguesas. Hay ademas un Burguer Hutch en la esquina. Y también un Burguer Shack, y un Burguer Bower. Comida rápida igual a dinero rápido. Lo sé muy bien: yo he contribuido al éxito de estas cadenas. Quizás aún quede espacio comercial para algún local más de la misma ralea. Cada dos escaparates hay una boutique con ropa interior provocativa. ¿Cuántas más caben? ¿Treinta, cuarenta? Antes había aquí una librería, con la mercancía dispuesta en orden alfabético y clasificada por temas. Ya no está. Faltaba el apoyo de las fuerzas del mercado. Ahora es otra boutique, y en su escaparate se menean tres nenas bronceadas que sonríen como bobas. También había una tienda de música (flautas, guitarras, partituras). Se ha convertido ahora en un supermercado de souvenirs. Y una sala de subastas: que ahora es un videoclub. Y una charcutería judía: actualmente, un local de sauna y masajes. ¿Captan ustedes la cosa? Mi estilo avanza. Estoy satisfecho. En serio, lo estoy. Es una pena lo del restaurante -yo era un cliente fijo-, pero el resto de las tiendas desaparecidas no me servía de nada, y me alegro de que haya desaparecido.

Foto: Don McCullin
Siguiendo mi periplo demográfico, pasé al más relajado mundo de las plazas polvorientas y los hoteles viejos. Algunos de los edificios residenciales también van ascendiendo de categoría: los están acicalando, humidificando, marmoreando. Ejecutivos de publicidad, gente de dinero, recién casados con cara de pícaros vienen a vivir aquí. Hoy en día, en mi barrio no es tan raro tropezarse con algún famoso. Algún viejo actor que canta arias amargas en bares de pequeñas callejas. Y hay una locutora de telediario a la que a veces veo cuando trata de meter a todos sus hijos en su viejo coche. Todos los días comen en la Kebab House un entrevistador fracasado de televisión y un ex conductor de programa-concurso que actualmente está alcoholizado. Ah, sí, y además vive también por este barrio un escritor. Un amigo me lo señaló en un bar, y desde entonces lo veo siempre rondando por el local de los marcianitos o llevando su ropa sucia a la lavandería. No creo que les paguen gran cosa a los escritores… Siempre se detiene y se me queda mirando. Tiene una expresión incómoda e incrédula, y también maliciosa, con cierto matiz conspiratorio en su torcida sonrisa. Me pone los pelos de punta. «¿Deja de mirarme, quieres?», le grité una vez desde la acera de enfrente, y le hice un corte de mangas y levanté un puño amenazador.
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-¿No estás excitado? -me preguntó al cabo de diez minutos.
-Sí y no.
-Venga, hombre. Seguro que estás excitadísimo.
-Bueno, sí -dije-. Supongo que lo estoy. Bastante.
Y, en efecto, me encontraba desnudo, tumbado en una cabaña iluminada con velas, completamente solo con la industriosa puta, cuya fuerte mano derecha acariciaba la cara interior de mi muslo… Durante un rato, bajo los efectos de los estímulodepresivos, me había costado elegir. Era posible que la puta más pequeña se hubiera sentido ofendida cuando mostré mis preferencias por su aventajada colega. Quizá se había largado, había roto a llorar, se había suicidado. Pero en un lugar como este no parece que nadie padezca de autocompasión. Saben una cosa, sospecho que lo mío no son los burdeles. Por mucho que me esfuerce, siempre establezco relaciones a escala humana, por mínimas que sean. Y no logro romperlas… Cuando la puta me mostraba el camino la seguí por el pasillo completamente forrado de moqueta, por los cuatro lados. Hasta que la puta me dejó estacionado en el cubículo aromático. Se quedó en el umbral, con los nudillos en las caderas, y me rogó que me tendiera en una cama alta que estaba junto a la pared, como si fuese el médico a punto de hacerme una revisión. Sí, me sentí como si hubiera ido a hacer por fin la siempre aplazada y siempre temida visita al siniestro médico de la polla.
-Por qué no te pones más cómodo? -me dijo ella, fingiendo indignación.
Dócilmente, me dejé caer un par de centímetros más en los blandos almohadones.
No… ¡Que te quites los calzoncillos! Ahora mismo vuelvo.
De modo que me quedé desnudo en el limpio aire sin oxígeno de la habitación, esperando el regreso de la puta, y pensando en lo tonto que había sido por no probar suerte con la puta más pequeña.
-En tu lugar -dijo-, yo me sentiría muy excitada.
-Sin duda, sin duda.
-Estaría volviéndome loca.
-Me encantaría que me enloqueciese, sí.
-Por supuesto.
-Sí, sería divertido.
-Yo estaría excitadísima.
Fruncí el ceño:
-¿Por qué motivo, exactamente?
La puta hizo un puchero de incredulidad.
-No sé, eres una tía buenísima y tal -dije, pero… ¿qué vendes?
-Lo que quieras -dijo ella, sin desacelerar el ritmo de su voz-. ¿Qué clase de propina piensas darme?
– No sé. Veamos. ¿Qué puedes ofrecerme?
-Normal, francés, inglés, griego, turco. O un combinado.
-¿Qué es un combinado?
-Normal mezclado con francés.
-¿Y en qué consiste el inglés?
-Unas ostias.
-¿Y el turco? No, no me lo digas. Quiero, mira, creo que me bastará… Sólo quiero una paja.
-¿Una paja? -la puta se atiesó-. Vale. Si eso es lo que quieres… ¿Qué propina vas a darme?
Aunque estaba desnudo, seguía teniendo a mano el condón con la cartera. En la puerta ya había tenido que desprenderme de cuarenta pavos. ¿Cuánto puede costar una paja? Venga, usted, ¿cuánto le parece que puede costar? Me encogí de hombros y le dije:
-¿Cincuenta pavos?
-Oye -me dijo la puta- Vístete ahora mismo y lárgate. Si quieres gastarte cincuenta pavos, aquí sobras. Nadie me da cincuenta pavos a mí.
-Un momento, eh… Tómatelo con calma, ¿quieres? -dije. Confieso que el tono de la tía me dejó algo perplejo. Por un momento tenía el aspecto y el tono de un matón de los que se dedican al cobro de morosos-. Soy nuevo en este terreno. Lo siento. ¿Por qué no sugieres tú misma una cantidad?
-Si me pagas los cincuenta en metálico y setenta y cinco con tarjeta, más el suplemento, que es un quince por ciento, no nos da ni para pagar el alquiler.
-¿Estás hablando de ciento setenta y cinco leuros? ¿Por una paja?
-Mira, por qué no te vistes…
-Vale, vale.
Qué bien lo tienen organizado: aquí hay un tío que lo ha pensado todo hasta el menor detalle. Un tío que ha pensado mucho más que el que acaba de estar en ese cagadero de bambú, escuchando los cantos de los pájaros, bajo las luces de la laguna. Ahí estás, desnudo, discutiendo tus necesidades con el inspector de sexo. No es que esa tía quiera que te sientas como un tirado. Lo que quiere es que te sientas más tirado que en tu puta vida… Con paso ágil me dejó solo pero regresó enseguida. Provista de una máquina de pasar tarjetas de crédito. ¿Qué pretendía meter en ese trinquete, mi tarjeta de crédito u otra cosa? A ver, permítame… Voy a tomar la huella dactilar de su pene. Hubo todavía algunos detalles presupuestarios que discutir, esta vez relativos a la ropa interior de la zorra. La parte de arriba voló al instante. Las bragas, dijo, no formaban parte del trato.
-La verdad, sabes cómo poner calientes a los tíos.
-Estabas excitadísimo -dijo sin apenas alzar la voz, y empezando a sacar pañuelos de papel.
Pues mira, chica, sí y no. Entre nosotros, ha sido una de esas pajas en las que pasas de tenerla blanda a correrte, saltándote la fase de erección.
Lo malo de todo esto es que sea tan insatisfactorio. Las pajas corrientes también son insatisfactorias pero no las pagas a cinco euros el segundo. Los gastos generales suelen ser de poca monta.
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Así pues, ayer noche, a las once menos veinte, me encontraba sentado en un café. Estaba pensativo, expansivo, filosófico, con tendencia a interrogarme a mí mismo, por no decir que verdaderamente cocido. Mi chica se había ido a ver a su amiga de la boutique. Yo tenía un regalo para ella: un talonario de cheques nuevo y reluciente. Se lo tendería, y me deleitaría viéndola sonreír. También ella tendría un regalo para mí: unos cuantos números nuevos para la cama, una selección de ropa interior de la que su amiga vende en la trastienda. De modo que, como decía, yo estaba sentado en el café, quieto, sin respirar siquiera, como si fuese el puto reptil doméstico del local, cuando se sentó a mi lado ni más ni menos que el famoso escritor. Tenía un vaso de vino y un pitillo, y un libro de bolsillo. El libro parecía de lo más serio. Como él, en cierto sentido… Las puertas del café estaban abiertas a la cálida noche. Es lo acostumbrado a principios de verano, días turbios y noches agobiantes. Es terrible. Puede ocurrir cualquier cosa.
Yo me sentía amigo de todo el mundo, como iba diciendo, de manera que bostecé, tomé un trago de mi copa y le susurré:
-Qué, ¿ya has vendido un millón de ejemplares?
El tipo levantó la vista, con un destello de paranoia en su expresión que me pareció extraño en él. Aunque la reacción quizá sea de esperar en un lugar como éste. Suele estar repleto de locos, marcianos. Podrían hablar una lengua comprensible, un lenguaje terrícola, y no en sonar, en crujidos, en pterodáctilo, en zumbido de pez.
-¿Disculpe? -dijo él.
-Digo que si ya has vendido un millón de ejemplares.
Se relajó. Su sonrisa descentrada pretendía no entender nada.
-Menos bromas -me dijo.
-¿Cuánto vendes?
-Cifras sensatas.
Eructé y me encogí de hombros.
-Joder -dije-. Perdón.
Bostecé. Miré hacia el resto del local. Él volvió a su libro.
-Eh -dije-. ¿Es cada día…? Quiero decir que, ¿escribes todos los días? ¿Tienes unas horas fijadas y todo eso?
-No.
-Ojalá pudiese dejar de eructar -dije.
Él se puso a leer otra vez.
-Eh -le dije-. Cuando te pones digamos que te lo vas inventando o, simplemente, cuentas lo que pasa.
-Ninguna de las dos cosas.