Guía de Mongolia (I)

Hace trescientos o cuatrocientos años a aquel pope lo habrían empalado, le habrían chamuscado la barba, matado a su perro, degollado a su vaca y arrasado la casa. Pero ahora, en este siglo de la ilustración, los dignatarios de la Iglesia lo toleraban. Incluso mostraban algo de benevolencia: pienso que habría sido mejor si lo hubiesen empalado, porque detesto este siglo de las luces. Una época anémica en la que todo se ha investigado, todo se ha revelado y salido a la luz del día. Aunque es bien sabido que las mejores cosas residen en la oscuridad.

Para poder creerme la historia del pope, es más, para poder escucharlo, bebí una copa tras otra del asqueroso ron Jamaica. Además, yo tenía una excusa: lloraba la muerte de mi amigo. Y el pope bebía para confirmar el prejuicio de que a todos los popes les gusta un buen trago. Nadie podía reprocharnos nada.

En algún momento, sin creerse ni él mismo lo que decía, empezó a disertar de manera bastante convincente.

-A la muerte -comentó-, no hay que temerla. Es terrible sólo porque se encuentra, por decirlo de algún modo, al otro lado de la cortina. Hay que tener miedo mientras se vive. En la vida abundan los diablos negros, las brujas, los hechiceros, los espíritus malignos. Y todos se esfuerzan por demostrar que se trata de meras supersticiones. Y reciben gran ayuda de los diseñadores de moda, el programa educativo de la televisión, las industrias de maquillaje y perfumes, los fabricantes de preservativos y accesorios sexuales, los creadores de ropa íntima erótica… De todos aquellos que se ganan la vida empujando a la gente al infierno; una labor por lo demás inútil porque, sea como fuere, todos irán al infierno, aunque estos quizá al círculo más profundo. Desde 1796 nadie ha ido al paraíso. Ni irá. Está cerrado. Quedan unas pocas plazas libres en el infierno. La avaricia y los aparatos de vídeo han destrozado completamente el mundo. La gente no hace otra cosa que mirar la pantalla, de donde, a intervalos imperceptibles e invisibles para los sentidos humanos, llegan mensajes de la maquinaria propagandística del diablo.

En ese momento hizo un paréntesis. Apuró de un trago la copa de ron y echó un vistazo a mi reloj. Todo etéreo él, parecido al espejismo que la canícula hace flotar sobre el pavimento recalentado, era casi translúcido. A través de su cabeza se vislumbraba la puerta abierta de la cocina del bar y a unos muchachos que cocían cabezas de ternera en una olla.

-Estoy de acuerdo con lo de la televisión -le respondí-, es algo más o menos sabido, pero eso del paraíso… Me cuesta creerlo.

-Cuesta creer cualquier cosa. Así va el mundo. Por ejemplo, nadie sabe que Miterrand es un robot y que más del noventa por ciento de los políticos, banqueros y funcionarios de la ONU son sólo personajes virtuales creados por ordenador, criaturas holográficas, quanta tridimensional de la nada.

Me dije: el pope se ha pasado con la bebida. O tal vez él también sea una de esas criaturas que menciona. Un provocador. ¿Acaso no he visto hace un momento, a través de él, unas figuras que se movían en la cocina? En ese instante el pope pensaba: eso que has visto, no ha sido a través de mí, sino que se trata de un recuerdo remoto, común a los dos, que se ha interpuesto entre nosotros. Quizá ni siquiera pronunció esto en voz alta. Los dos estábamos borrachos como cubas, así que los pensamientos de ambos -despojados de la fuerza centrípeta del egoísmo- flotaban libres sobre la mesa, mezclándose con las moscas del vinagre y haciéndonos creer que eran luciérnagas.

El pope miró de nuevo mi reloj, aunque no tenía ninguna prisa. Luego sentenció:

-Nos conviene beber. Es la única manera de salvarnos.

-¿Pero no dijo usted hace un momento que el número de los salvados ya está completo, que el Gaf está vacío y que todo este tiempo lo único que hacemos es esperar para que se complete el número de los malditos?

-Es cierto, lo dije, pero existe aún otra posibilidad. Los místicos de Siria escribieron sobre ella. Los escritos se quemaron. Los reconstruyeron a partir de la morfología de las cenizas residuales, y en pocas palabras dicen lo siguiente: todo aquel que asqueado de esta pocilga de mundo se aniquile a sí mismo conscientemente puede salvarse, siempre, claro está, que no quede atrapado en el delirio o beba para regocijarse u olvidar. La diferencia entre la completa equivocación o el completo acierto es insignificante. Espíritus más sutiles no recurren al alcohol por placer sino para crucificarse, para estudiar los más oscuros rincones de sus almas infectas, para sacar a la luz del día toda la suciedad y para quebrantar por completo el raciocinio. para detener el tiempo. Esta es la razón de mis inquietas miradas al reloj, y no la suposición que más tarde surgirá en tu cabeza. Ver si el tiempo se detiene, si se hace más lento, descender a su auténtica velocidad… Ver si su flujo es continuo y si se parece más a un río lento y grande o a un enfurecido torrente de montaña.

En aquel instante fui yo quien miró el reloj. No vi nada. Me dije: esta vez el pope tiene razón. Pero era como una imagen en el espejo. Todo parecía verdadero, y sin embargo era completamente distinto, estaba desplazado e invertido. Así son todas nuestras verdades. Y el resto. Porque nosotros no somos los que prestamos a los espejos nuestras imágenes, sino que los espejos forman nuestros rostros. Porque nos orientamos hacia fuera. Una vez leí, en un artículo sobre los alcances de la medicina, que los médicos habían descubierto que el cerebro segrega un derivado de la morfina o heroína, o incluso del LSD, así que en realidad siempre estamos drogados, y yo deduzco que todo lo que vemos no es más que una alucinación. Por supuesto, los pensamientos del pope resplandecieron en la nube de moscas del vinagre que revoloteaban sobre la mesa: por eso la Iglesia prescribe el ayuno. Si el organismo no ingiere grasas, no hay material para generar estas drogas y entonces ves las cosas con mayor claridad. A pesar de todo, el Creador ha actuado de forma humana. ¿Quién podría aguantar este mundo sin anestesia?.