Peep Show

Desde un punto de vista religioso, la historia difiere en esencia de la historia de los Estados. Es un paradigma universal. Igual que Nicolás de Cusa, en algún barrizal balcánico, tuvo la idea del coincidentio oppositorum, así me iluminó a mí una noche sin luna, mientras observaba el firmamento ciego desde el secarral, la revelación de que los edificios macizos, las autopistas, las centrales hidroeléctricas, los estadios, los circos y fábricas no son más que simples estafas, un peep show, un panorama producido por ateos, estructuralistas y bibliotecarios, todos aquellos que no soportan el barro. Por la simple razón, tan evidente, de que estamos unidos a la arcilla por lazos de sangre. Por decirlo de algún modo, la arcilla es nuestra hermana.

Repetid durante años: mirad qué bonitas son las avenidas, qué suntuosos e iluminados bulevares, qué altos edificios… Y los crédulos empiezan a ver lo sugerido, según la ley que dicta que una mentira cien veces repetida se convierte en verdad.

Veamos un ejemplo. Johan Huizinga escribe El otoño de la Edad Media, en el que divaga profusamente sobre la vida, las costumbres, los hábitos y prácticas de la gente de aquella época. ¿Y qué? En principio reconstruye el pasado. Pero nada de eso, sino que de algún modo obliga a la gente a comportarse en el siglo XI o XII de la forma en que él y sus mecenas juzgan adecuada. Porque -y esto es lo más importante- no es imposible cambiar el pasado; sólo el pasado puede ser modificado. No es posible cambiar el futuro. Las directrices del presente deben llegar del futuro, porque si no fuera así, el curso de la historia nunca tomaría una trayectoria tan diabólica. Y el punto de partida de esta trayectoria es la conversión del mundo en nada.

Por supuesto, nadie se da cuenta de ello. Precisamente porque formamos parte integrante del mundo, porque a nosotros se nos destruye con él, y desde dentro de un sistema no es posible percibir los cambios.