Delirio

Primero encendí un cigarrillo y me senté en el borde de algo irrelevante para estas líneas, irrelevante para cualquier cosa. Fue el Partagás conmemorativo número 2.000.000.000.000.000 encendido aquel año de 1978 y debería haber recibido como premio el último modelo de Ferrari, pero cómo iba a saberlo. En realidad, tampoco me interesaba. Porque en aquel instante vi a sólo doscientos metros una playa y en el horizonte unas velas blancas. Ni siquiera había imaginado que el delirio pudiera ser tan bello. La disposición de las calles era la misma, pero las casas que las bordeaban eran diferentes, las luces empezaban a encenderse, y en vez del feo edificio de Correos se alzaba una gran iglesia. Ni rastro de aquellas metástasis malignas de moho, de la descomposición del revoque que dejaba al desnudo el esqueleto de las casas, de los charcos en los que chapoteaban gallinas. Deambulaba por esas calles fijándome en detalles, tratando de convencerme, incluso recurriendo al vulgar sentido del tacto, de que no soñaba.

-Si esto es el delirio -pensé- entonces no quiero volver nunca más al mundo de los sobrios, aburridos, devotos del partido, del pueblo y de las conquistas de la revolución.