De Polonia a Atocha (1)

Cracovia parece una ciudad alegre, católica e inofensiva. Hay una iglesia cada pocos metros, varias en la plaza mayor o Rynek Glowny, y bastante trajín de curas, monjas y turistas religiosos. Un taxista no puede evitar mostrarme, de pasada, el enorme green donde Wojtyla dio su primer sermón apenas convertido en Papa. «Dos millones» -me dice, y con indisimulada sonrisa, añade: «Y sólo un millón cuando habló Benedicto XVI». Eso fue poco antes de que me mostrase el Beverly Hill comunista, hoy la zona residencial más cara de la ciudad.

Pero Cracovia es una ciudad aburrida para alguien como yo, que gusta de pasear sin rumbo fijo y sorprender la vida con pocas interferencias. Es una ciudad de gente joven o, mejor, para gente joven, aunque no tanto como Poznan donde, de seiscientos mil habitantes, ciento cincuenta mil son estudiantes. Me aburre porque la masa de turistas como yo es abrumadora. El sábado los nacionalistas catalanes -desplazados a centenares para la ocasión- celebraron durante día y noche un festolín para general conocimiento de la sardana en la ciudad más espiritual -dicen- de Polonia. Unos cuantos tíos desesperados soplando la tenora y el resto lo consabido, especialmente aplaudir y dar viscas.

A esa gente hay que darle de comer y buscarle un sitio para dormir. Tal vez a alguien se le pase por la cabeza que no podemos permitirnos tales lujos. A los polacos todo eso los deja muy fríos, no parecen entender de qué se trata. Unos hombres de negocios con los que estuve reunido se partían el culo de risa. Me dio la impresión de que estaban encantados de que vascos y catalanes llevaran otra marcha o, más bien, del lío en el que nos hemos metido los españoles. Cómo no recordar aquel Libro Blanco de Delors, antes de la caída del bloque soviético, en el que se diseñaba el futuro de Europa. Algunas ideas para España en aquellas páginas: desindustrialización cabal y completa del Norte -y a servir cervezas- y Andalucía convertida en un inmenso polígono industrial cercano a África y sus posibilidades.

Pero cayó el tenderete y los alemanes se replantearon las cosas. Por ejemplo deslocalizar empresas y ponerlas en Polonia, país con mano de obra barata y una productividad altísima (1:3 o tal vez 1:4 con relación a nosotros).

Ayer, de vuelta y mientras esperaba un tren que me trajese cerca de casa, entré en el servicio y encontré a dos chaperos mostrando rabo a los presentes. Ambos eran africanos pero de diferente color. «Sin duda estoy de vuelta» -me dije para darme ánimos.