El alacrán azul (7)

-¿Habrá pase esta noche?
-Sin duda, después de las diez.

No puedo resistir la tentación y por eso he preguntado a la muchacha que está a la puerta del local, con un uniforme rojo apagado y una camisa blanca. Estar en Cienfuegos y no entrar en el Café Cantante Benny Moré no me lo podría perdonar. Me gusta mucho la música tradicional de este país, incluso alguno de sus modernos derivados, siempre que no se trate de la Nueva Trova cuyas canciones encuentro soporíferas y poco cubanas. Son los Serrat de la isla, sin la gracia revolusionaria de Carlos Puebla, un tipo realmente brillante que venía del son y que nos dejó formidables canciones que uno, tal vez por no traicionar del todo su juventud, sigue escuchando con una sonrisa. Me refiero a «Entonces llegó Fidel«, «Mira yanqui cómo nos reímos» o la emotiva despedida al Che, «Hasta siempre, comandante«. Vale, no se me alboroten. No es políticamente correcto escuchar hoy a Puebla y el Che tiene en la actualidad fama de asesino sin entrañas.

Benny Moré fue un grande del son. No era exactamente de Cienfuegos pero esta era su ciudad de referencia. Aquel bonito son cuya letra decía en algún momento «Cienfueguera, negra linda«, rindiendo homenaje a la indiscutible belleza de las muchachas de por aquí. No sé lo que imagino que encontraré dentro y me hago toda clase de cábalas sobre los talentos que descubriré en ese café cantante de provincias dedicado a su memoria. Faltan dos horas para las diez y es noche cerrada. Me pongo a caminar las calles, bajo hasta la bahía siguiendo los soportales. Grupos de personas en la calle, de cháchara, tomando el fresco. En Cuba siempre hay gente por la calle, la vida se hace fuera, y es una delicia para los fotógrafos y para quienes gustan de observar a los demás y relacionarse con ellos. La relación humana, aquí, es muy fácil. Siempre están dispuestos a confraternizar y pegar la hebra.

Por la mañana estuve dando vueltas buscando un zapatero. Se me había despegado un trozo del zapato y no me apetecía cambiar de calzado. Lo encontré y no consintió en cobrar nada. No hubo manera de que aceptase el pago. Total, por una manita de cola -decía. No hay turismo por aquí y la gente no está maleada, no ven en ti un saco de pesos ambulante, algo que puede llegar a ser incómodo en otros lugares. Muy cerca, dentro de un mercado, había un cuchitril con el pomposo rótulo de «Salón multiservicios» y un tronco pintado, lleno de raíces y ramas con retratos de Martí, Fidel, el Che y Camilo Cienfuegos. Dentro, en el Salón, un barbero rapa, una muchacha arregla las uñas, y un par de tipos arreglan cacharros. Digno de verse.

A las diez, puede que unos minutos antes, estoy en la puerta del café-cantante. Paso dentro, no me piden nada en la puerta, y veo que es un local bastante grande, lleno de mesas a oscuras y un pequeño escenario iluminado, capaz para una pequeña orquesta. No hay nadie aparte de mí y la muchacha que estaba a la puerta, que ahora veo que es también camarera. A las diez y veinte aparece un pequeño grupo, seis personas, y me digo que ya han llegado los músicos. Uno de ellos se pone a enredar de seguido con un aparato que parece contener pistas musicales y yo supongo que está revisando el sonido de la sala. Aquello suelta toda clase de berridos y al tipo se le ve enfadado hasta que, al cabo de un buen rato, parece haber encontrado el punto que buscaba. Acto seguido agarra el micrófono, suelta los habituales «¡Probando, probando! ¡Un, dos, tres, probando!» y después mira en mi dirección (no puede mirar en otra porque soy el único público de que dispone, aparte del pequeño grupo que se ha sentado lejos, a mi derecha, y que yo he tomado por el resto de músicos.

-Me parece que esta noche tenemos visita internacional. Diría, además, que de España, de la querida madre patria. Así que le dedicaré unas canciones de una de las grandes estrellas de aquel país: ¡Nino Bravo para todos ustedes!

Y sin interrupción se pone a cantar esas canciones que a todos nos suenan -excesivamente- del cantante fallecido. No hay orquesta, él canta y el aparato en el que enredaba le da el acompañamiento musical. Llevo muy mal esa clase de música y el tipo carece por completo de gracia, se lo toma en serio. A la tercera me levanto y me dirijo al grupo de la derecha. Hablo con un hombre mayor, de color, que me parece tiene que ser el mejor de todos ellos.

-¿Cuando empieza la música cubana?
-Ahora enseguida salgo yo -me dice muy resuelto.

Me tranquilizo. El de las canciones de Nino Bravo será un aficionado y pronto empezará lo bueno. Hay un conciliábulo entre la camarera, el negro y el de la madre patria y éste baja del escenario. Es reemplazado por el negro que, sin preámbulos, enchufa su pista sonora y se pone a cantar canciones de Camilo Sesto y de Raphael.

Me doy cuenta de la jugada: no hay orquesta, ni músicos. Los del grupo son familiares de estos dos y vienen a soplar mojitos de gorra. O sea los dividendos de «mis» mojitos, los que yo pago. Apuro el mío, pido la cuenta y me levanto sin más. Los dejo allí, cantándose unos a otros y gorroneando a Fidel.

Volviendo hacia el hotel me digo que es culpa mía por no haber medido las circunstancias. ¿Quién va a llenar esa sala? ¿Dónde están los turistas como yo para hacerlo? Las cosas tienen su lógica: el gobierno quiere mantener el local abierto y paga a todos estos para que lo hagan. Están hartos de abrir y cerrar cada noche sin que entre nadie. Hoy tenían, por fin, a un turista y les he fallado pero les juro que, a nada que la música hubiera sido cubana, aguanto hasta el final.