El alacrán azul (6)

Para llegar de Trinidad a Cienfuegos lo suyo es hacerlo por la sierra del Escambray, siempre que no esté diluviando como era el caso. Hasta Topes de Collantes la carretera es mala pero hay carretera y vale la pena subir hasta allí para ver el mastodonte soviético levantado en lo más alto del lugar. Una residencia, hotel o lo que fuese, con la fealdad habitual del diseño comunista. Una de esas obras del «por cojones» que los totalitarios venden como gran éxito de su gestión por la colectividad. Debió costar un congo subir todos esos materiales hasta allí arriba por una carretera que no es que serpentee sino que es una boa constrictor agarrada a su presa. Total para que la admiren cuatro campesinos que osan vivir por aquellos pagos. Debió ser lugar de relajo y adiestramiento de cuadros, que desde aquí harían excursiones a las cercanas cascadas para ver los loros que dan fama al paraje. Hoy no sé a qué lo dedican toda vez que llueve a cántaros, sé de anteriores viajes con qué clase de carretera tengo que vérmelas y he de llegar a Cienfuegos antes de que se me eche la noche.

La selva que atravieso es para verla. Menuda ensalada de verdes con esas inmensas palmeras de tronco gris claro y liso -hacen pensar en piel de reptil- sobresaliendo entre la confusión de especies cada tanto. Detengo el coche e intento unas fotos en mitad del diluvio pero no habrá nada que hacer con ellas: un revoltillo de todos los verdes desleídos en el gris de la lluvia intensa.

El miedo es que las carreteras se caen, se desmoronan, se van a los barrancos o la selva se te viene encima, patinando. Las torrenteras cruzan el asfalto, donde lo hay, y lo que llevo es un pequeño coche chino que no promete salir airoso del barro en el momento menos pensado. Así continuaré, en una mezcla de incertidumbre y deleite, viendo especies vegetales que no conozco, enredaderas trepando a lo más alto de los árboles con unas flores de un blanco tan deslumbrante, pese a la lluvia, que se parece al blanco nuevo y como recién creado de algunas azaleas. No hay un alma. No pasa nadie y nadie se atreverá a pasar en unas cuantas horas. Hasta que no esté del otro lado de la sierra no veré las primeras personas, mejor dicho, el primer aviso de vida humana me lo dará un joven guajiro, a caballo, guiando una reata de bueyes o búfalos. Después se van sucediendo pequeñas aldeas con huertos en las afueras y delante de las casas o bohíos, tropas de guanajos domésticos que circulan a su aire y alguna que otra vaca o búfalo.

Cienfuegos es una bonita ciudad asentada al fondo de una bahía. Es la primera vez que vengo y pregunto por algún hotel céntrico. Me recomiendan uno que está al lado de la plaza y que resulta ser anticuado pero confortable, de habitaciones amplias y balcones a la calle. Tiene un patio interior al que dan todos los cuartos y un feo añadido moderno para montar una piscina con esculturas de divinidades grecolatinas a tamaño natural. En los dos días que pasaré en la ciudad no vi a nadie utilizar la piscina ni tumbarse al sol. Debo estar prácticamente solo en el hotel, no creo que Cienfuegos se halle dentro de las rutas turísticas habituales (La Habana-Trinidad-Santiago hacia el sur o La Habana-Pinar del Río hacia el norte). No tengo gana de cenar y echo el cuerpo a la calle, no sin antes subir a la terraza para ver la ciudad desde arriba.

No volveré hasta tarde. Dedicaré parte de la noche a transitar por calles oscuras, sentarme en los bancos del paseo y escuchar las tertulias amigables de los cienfuegueros que prefieren la calle a las casas, más propias para tiempo de lluvia. Tertulias en las que siempre te dejan meter baza, si quieres, mientras no hagas preguntas que no son de recibo, así a lo público y descarado. En mitad del paseo hay una estatua en bronce del gran Benny Moré <http://www.youtube.com/watch?v=Pu6FNSKQY5c&feature=related>  y enfrente un café cantante que lleva su nombre. Ya se lo contaré.