El alacrán azul (8)

A Santa Clara se llega por todas partes. Allí sigue la gente, celebrando la entrada del Che al amanecer por no tener nada que celebrar en años posteriores. Es una plaza en la que no se puede aparcar, como si hubiera tantos coches, con un hotel listo para filmar una de miedo de bajo presupuesto. Sé lo que son estos hoteles provincianos, completamente vacíos, tú y el de la puerta dormido en su camarote con las fotos correspondientes colgadas de la pared. Una inmensidad de pasillos vacíos, luces que no funcionan y manchas sospechosas en una moqueta que inauguró el último revolucionario que entró en la ciudad. Si no hay pestillo en la puerta, descuida: tu noche se poblará de muertos tambaleantes, masas gelatinosas que se elevan desde esa mancha del suelo dejada por algún borracho y te sentirás acompañado aunque ningún ser vivo osará traspasar el umbral porque ahí están Fidel y el Che velando tu sueño, y Martí un poco más lejos.

Santa Clara me la enseñó un muchacho moreno que circulaba con una bicicleta. Había pasado por aquí en otra ocasión pero no me dieron ganas de entrar en la ciudad y le di la vuelta. Mucho peso, en la mente, del «cuando todo Santa Clara se despierta para verte«. Dejemos dormir a los sueños.
El chico, además de guapo y agradable, era tan bien educado como la mayor parte de los cubanos, una de las conquistas del régimen. Dejó su bicicleta y se aprestó a enseñarme lo poco que hay que ver de la ciudad descontada la gente, que siempre es el tema. No quería nada, sólo un poco de amistad y notoriedad por un día. Atreviéndose mucho una invitación a comer algo que no fuera arroz congrí. Hecho, mi joven amigo de ocasión. Si mi buen Adrede hubiese estado en mi lugar, se queda. Deja su vida nazarí y pone piso en Santa Clara para olvidarse de tristezas.

Aquí, como en todas partes de Cuba, es pasear las calles. La vida está fuera, por las aceras. En el interior de las casas, como no sea a la hora de la comida, sólo hay ancianos y enfermos, a los que por cierto cuidan muy bien sus deudos. Resulta enternecedor ver cómo se ocupan de sus mayores. La familia en Cuba, con algunos elementos de grupo tribal, goza de muy buena salud. Ya conté anteriormente que son las mujeres quienes mantienen el tenderete. Los hombres entran y salen de la familia, cambian, pero ellas lo aguantan todo sin desfallecer, venga como venga. Se hacen preñar cuando ellas quieren y descargan al hombre de toda obligación para con el hijo, un asunto muy africano contra el que el propio régimen se ha estrellado y terminado por abandonar. Cierto que ellas son también mujeres libres y cambian de pareja cuando les parece, guardando en casa los hijos de varios hombres.

Una muchacha de no más de dieciséis años camina por la acera con un doble coche de bebé. Lleva dos niños preciosos.

-Tan joven y ya con dos niños -le digo.
-¡Ay, señor! -interviene la madre, que no pasará de los treinta y cinco- ¡Adóptela usted y llévela a España! Yo me quedo con los niños.

Eso, justamente eso es lo que yo necesito, una adolescente de color y de andares felinos caminando por los empedrados de mi pueblo. Río con ellas, de la ocurrencia, y terminan pidiendo unos pesitos.