La cápsula

Demasiado lejos para ir andando y no sé cómo llegué hasta allí porque había que atravesar un par de lugares medrosos. Junto al camino discurría un regato que corría rápido. Que yo supiera no contenía ranas. Algo más lejos había una campa con un cerezo grande, airoso, y una casa con las ventanas muertas. Metía miedo.
Aquel camino, que hoy estará asfaltado, llevaba hasta unos caseríos distantes en los que me invitaron a comer alubias con hinojo pero faltaban años para eso. El asunto es que había llegado hasta allí, tal vez fuera mi primera expedición solitaria apenas conseguida mi libertad para ir solo a la calle, libertad que entonces se nos daba -con restricciones- un poco antes de entrar en escuela.
Mi visión del momento es parcial, roída en los márgenes como libro de pergamino comido por ratones. Focalizada en los montes de enfrente, aquellos que como vacas de lomo verde iban a acostarse en el mar. Me quedé clavado durante horas, mientras la tarde pasaba lenta con sólo el mecer de la brisa de primavera. El campo tenía un olor diferente al que percibía desde mi ventana de niño enfermo. Un olor de madre que ahora sé es el de lo verde recalentado pero que entonces no era capaz de identificar.
Los montes, el solo objeto de mi atención, fueron pasando por todos los matices del verde hasta llegar al azul y este fue virando hacia el negro, con su parte de solemnidad. Sólo entonces salí del ensimismamiento y me di cuenta de que no había ido a casa a merendar, que me estarían echando de menos desde hace rato y que tenía la luz justa para volver corriendo por el camino de los sustos.
Al día siguiente no pude parar, no atendí a nada sino a la sensación que los montes me había causado. No sabía cómo podía guardar aquello para tenerlo siempre conmigo y todo lo que se me ocurrió fue volver aquella misma tarde con una libreta y un lápiz, hacer eso que los mayores llamaban dibujo, pintura, qué sé yo.
Allí me planté con mis probables cinco años, sin saber qué se podía hacer. Nada de lo que aparecía en el papel se acercaba a lo que tenía delante pero sobre todo a la sensación que su línea, su recortarse contra el cielo, el pasar de las horas con sus tintes, había encapsulado dentro de mí para siempre.