Miguel

Miguel se ríe, probablemente, de las cosas de la vida; de cosas que sólo a él le hacen gracia porque no sabe explicarse y si le preguntas te responde con otra pregunta a la que no le ves sentido.

Por las tardes, si refresca, me voy a sentar en la parte alta de la plaza, mirando hacia San Martín y el palacio de San Carlos, por el expresivo recortarse contra el cielo del chapitel cerámico de la torre de la iglesia y la colección de chimeneas del palacio, esas que dicen que conmemoran cada una de las victorias del conquistador reproduciendo la figura del templo pagano conquistado. Es falso pero bonito, aunque yo no me siento allí por eso sino por lo italiano que es el horizonte de este pueblo construido con oro y plata de Indias pero -no lo olvidemos- al gusto de condottieri que entraron en Roma con el Emperador durante el Sacco. Pues tal fueron quienes marcharon desde aquí al Nuevo Mundo: capitanes intrépidos, soldados de fortuna, segundones y bastardos cuyos ojos habían visto discurrir el Tíber.
Me siento y, según la luz, aíslo algún detalle que parece formar parte de un Canaletto o de un Bellotto, especialmente esa cuchillada que da la luz en la portada de la iglesia, sobre los líquenes dorados, un petit pan de mur jaune que vira hacia un oro viejo y gastado, sobado de tanta mirada. No suelo pensar en el Canaletto de Venecia sino en el de Londres, esa graciosa falsedad del pintor, que se llevó enganchada en el alma la luz de su ciudad para liberar a un Londres de Támesis y descampados, con quintas de recreo de muros similares a los que yo veo sentado aquí, de su turbio aspecto de ciudad del Septentrión.
Me tomo mucho tiempo en ver la luz resbalar y marcharse, tanto como se toma ella. Porque la luz lo es todo y no sólo para la pintura. Los grandes pintores son pintores de la luz, todo lo demás es irrelevante y en esa fiebre por alcanzarla unos cuantos se volvieron locos y dilapidaron fortunas, como el Rembrandt triunfante y luego pobre por culpa de la luz. Si a la luz le atribuyes cualidades espirituales estás perdido porque no hay más que quedarse enganchado, pero mira lo que pasa cuando sólo la consideras un fenómeno físico: prados y vaquitas insustanciales, campitos preciosos y amapolas. Y algunas riberas con barcas que sí, que son estupendos porque vuelven a ser luz de verdad, a buscarla honestamente. Y tampoco es raro que el menos dotado de todos ellos para la luz, el más abstracto por tanto, abriera camino al cubismo -todo cemento- y con ello al arte moderno.
El caso es que Miguel me hace compañía algunas tardes. Su conversación no da para mucho pero me gusta porque me cae muy bien este hombre que ya debe andar cerca de los ochenta, castigado por la intemperie y seco como el esparto. No sé si es autista, retrasado mental o loco pero en todo caso sé que es alguien muy especial. Hace cada día 30 o 40 kilómetros a pie, caiga lo que caiga del cielo para recoger hierbas en la sierra de acuerdo con la temporada. Ahora toca el orégano y tal vez el almorahuje, no lo sé, y tampoco sé por qué Miguel, que no pide como mendigo, que va siempre limpio y alguien le cuida, de vez en cuando se pone a pedirme dinero para un café aunque otras le invito y no consigo que se lo tome, como la otra tarde, que estaba tronchado de risa -coge una silla y se apoya en la pared, no quiere sentarse a la mesa- y le pregunté si quería un café y me dijo que en la mano, que le diera una moneda para tomarlo luego. Si fuera verdad bien estaría pero luego no se lo toma y no estoy seguro de que la chiquillería no le quite las monedas así como le sigue, metiéndose con él para ver si se enfada, algo que nunca hace.
Tiene una cierta obsesión con el número. Sus preguntas suelen ir encaminadas a saber el número de kilómetros que hay a tal sitio, comenzando por Madrid, o a saber cuántos olivares tienes, cuántas casas o palacios o lo que sea. Muchos es una respuesta que no le vale, necesita un número, el que sea.
Se sienta, te acabas olvidando de él porque tiene algo de gato tranquilo mientras permanece allí y no se levanta y marcha sin explicación alguna, y de pronto oyes un gorjeo, una risa tranquila e incesante, y es Miguel que se está tronchando de lo que lleve dentro de la cabeza. No sirve preguntarle por el motivo de la risa, no te contesta o lo hace con otra pregunta:
-¿Cuántos tontos hay? ¿Y locos?
La noche ha caído y Miguel se marcha. Le preguntas por la hora en que se acuesta y te dice que a la una pero no debe ser verdad porque le he visto con el saquito y el zacho por esa carretera antes de que amaneciese. No sabes a qué atenerte con él y no he conseguido que me acompañe al estudio para tomarle un apunte. Al principio lo emplazaba con un «te espero esta tarde» o un «hasta luego» pero jamás se presentó. Ya he decidido no volver a intentarlo porque tampoco sé el efecto que podría tener sobre él permanecer quieto en una silla durante un rato. Quién sabe si no me la lía cómo me la lió aquel hombre minúsculo con su perro gigantesco.
Miguel me reconoce como amigo. Viene a casa, me deja sacos con hierbajos que luego debo tirar y me pide para café. Nunca pasa del zaguán, no hay forma, y se marcha del mismo modo que ha llegado: sin que lo esperes.