Antonio López (II)

Hay dos monos presidiendo la entrada y al lado el corona de espinas de Higueras. Un edificio como para un hospital o un internado de jesuitas post-concilio Vaticano II. Muy frío, muy desangelado, sin nada en que enganchar la mirada.

Allí daba clase Antonio López, entonces Antoñito. Aquello estaba tomado por la gente y el resto de aulas medio vacías. Cabía ir de oyente y los caballetes estaban tan apretados que a veces había que pedir la vez para mirar el modelo.
Había algún misterio en todo aquello, en el porqué de tanta adoración por parte de sus alumnos. Daba primero de carrera y la gente no quería pasar de curso porque después llegaba lo inane, lo muerto, y la enseñanza de Antonio era lo vivo.
Había pinchado en la clase fotos, ilustraciones, postales, de obras de arte que él admiraba. Era un mundo nuevo para muchos, que venían de las malditas academias preparatorias donde sólo aprendían vicios. Antonio nos hablaba suavemente de la conveniencia de mirar la realidad de rodillas, como dicen que pintaba Zurbarán. Por entonces salió un número de Nueva Forma -una revista de arte y arquitectura financiada por los Huarte- que le estaba dedicado por entero. Lo hacía Santiago Amón, hombre muy inteligente aunque con tendencia a la injusticia, y estaba adornado con citas, muchas, del Ulises y del Retrato del artista adolescente. Todas las ilustraciones, creo recordar, eran en blanco y negro pero teníamos suficiente para alimentar sueños.
Aquel gran pintor era nuestro profe, el que nos hablaba en clase, el que hacía corrillo para comentar las cosas y, desafiando los cánones de entonces, colocaba de modelo un armario con unas fotos pinchadas dentro.
Una mañana cayó una gran nevada. Los monos estaban coronados con crestas blancas y vi a Antonio salir a la nieve estando yo en uno de los ventanales. Cogía nieve con las manos y la estrujaba mientras reía. Sólo hacía eso pero terminé de entender que tenía delante a un ser humano muy especial.