Boni en el recuerdo

Embarcado en diversos proyectos de aliento me quedo frío cuando alguien dice, al lado: «Tienes diez años para terminarlos, después ya no estarás en las condiciones físicas necesarias.» Me paro a pensar en ello y concluyo que es cierto, por muy agónico que resulte. Diez años si todo va bien, hace tiempo que la vida dobló la esquina.

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¿Miedo? Ninguno, ni siquiera al hecho de terminar lo que me traigo entre manos y apasiona. Por mucho que trabaje en estos años útiles que faltan, si mis riñones, los ojos o el corazón me dejan, no terminaré y si logro terminar habré empezado otra cosa y estaré en las mismas. No hay miedo cuando la vida ha pasado como uno quería. He sido muy afortunado.

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Semanas atrás me pasaron la noticia de la muerte del pintor Bonifacio Alfonso. Hace muchos años que no teníamos trato porque las respectivas vidas se habían ido separando pero guardo un buen recuerdo.
Lo conocí en el duro invierno del 73 cuando yo estaba con una beca del Museo de Arte Abstracto de Cuenca, trabajando en su biblioteca. Por mucho que conocieras a las vacas sagradas de entonces al final montabas las farras con tus afines y uno de ellos era Bonifacio, Boni. Había llevado una vida bastante tormentosa en la que se alternaban los trabajos para la imprenta como dibujante gráfico con el deseo de ser torero. Creo que llegó a torear aunque no sé -he olvidado- cuál fue su nom de guerre. De esa vida lo rescató una mujer, Flores, persona de mucho fondo y llena de comprensión.
Por aquellos años, Flores y Boni tenían en casa un perrazo muy fiero cuya particularidad consistía en gruñir y morder a curas y militares, o al menos acorralarlos, cuando los encontraba por la calle. Era un perro antipático con los extraños e incluso con los amigos: cuando ibas a la casa taller de la pareja tenían que encerrarlo. Una noche dormí -es un decir- en aquella casa y el perro se la pasó gruñendo tras la puerta de la habitación que yo ocupaba. Por suerte no tenía la habilidad de abrir picaportes aunque yo no lo sabía.

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En aquellas largas veladas invernales, tras el trabajo en los talleres o estudios, nos juntábamos algunas noches para distraernos y pegar un poco la hebra. Mayormente eran fiestas alcohólicas pues Boni, como el resto, tenía mucho saque. Andaba por allí también un pintor japonés, Kozo Okano, ya fallecido, que arrastraba una pierna tras alguna caída en las tortuosas calles de la vieja ciudad, volviendo a casa seguramente no muy católico. Se presentaba con un abrigo de piel de hiena que le llegaba a los tobillos, dejando en casa a una fina y hermosa geisha, Hiromi, que se trajo de Japón y a la que daba muy mala vida.
Cuando el alcohol había hecho su efecto en aquellas veladas y la gente ya estaba cocida -Boni y Okano más que nadie-, al japonés le entraba una curiosa manía: solía buscar en la casa donde se celebraba la fiesta alguna lata de conserva y, sentándose en el suelo, la colocaba entre sus piernas y se ponía a cantar una tristísima y tradicional canción de remeros, haciendo la mímica del acto de manejar los remos al tiempo. Nunca supe por qué necesitaba la lata ni que representaba ésta pero sin ella no había canción ni remero.
Solíamos dejarle que nos ensombreciera el alma con aquella canción pero, indefectiblemente, al cabo de un buen rato, Boni agarraba la lata y con un mal gesto abría una ventana y la tiraba todo lo lejos que podía. Decir lejos no es suficiente pues desde alguna de aquellas casa-estudio que dan a la hoz del Júcar o a la del Huécar, lo que hacía la lata era perderse en el barranco o en las choperas que bordean el río.
Okano nunca se enfadaba; dejaba de cantar, se levantaba y salía a buscar la lata. La primera vez que le vi hacerlo pensé que se marchaba a su casa pero no, al cabo de un par de horas apareció con ella y continuó su canto de los remeros como si tal cosa. Luego ya me acostumbré a esas desapariciones y a verle de nuevo volver con la dichosa lata, a veces muchas horas más tarde, cuando todos andábamos tirados por camas y sofás. Parecía un sabueso de gran rastro o al menos era tan tozudo como ellos.

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Un día lo abandonó Hiromi pero no se inmutó. Ella había visto cómo era aquí la vida de las mujeres y decidió parar en seco. No era su mujer -repito- sino su geisha.

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Lo último que sé de él me lo contó Eusebio Lázaro, que se lo encontraba de vez en cuando.
Fue un buen pintor abstracto, influido por Saura y Alechinsky y con algo de Asger Jorn. Dibujaba como un bravo y el museo le editó una tauromaquia estupenda. Por mi parte conservo unos cuantos de sus aguafuertes sobre insectos, una manía que le dio y con la que hizo cosas muy buenas. Un gran tipo, de mucha personalidad, al que siempre recordaré con cariño.