Una casa peligrosa

 

 

En algún lugar de mi cabeza hay una casa que compré hace tiempo y en la que habita el peligro. Es una casa muy antigua, como la que vivo -que es inofensiva-, pero con una red de sótanos y túneles donde vive algo tremendo. He estado ahí abajo varias veces y nunca he llegado a verlo pero sé que anduvo detrás de mí y conseguí escapar por los pelos.

Anoche estuve en ella, durmiendo. Andaba trabajando, haciendo fotografías de arquitectura popular, buscando esas raras gemas que fueron abundantes y que la incuria y la barbarie de los tiempos ha borrado de la faz de la tierra. Al dar las gracias a la mujer que nos había dejado meternos a fotografiar en su casa, le dije que yo también tenía comprada otra por allí cerca pero que la tenía sin arreglar, en ruinas. No quise mencionar el pánico que siento cada vez que estoy en ella.

Dormía junto a mi mujer, plácidamente, y un golpe sonó en el cristal de la ventana, que -debí olvidarlo- estaba blindado, así que la piedra sonó blandamente pero fue bastante para despertarme y sumirme en la inquietud. Me asomé sin dar la luz y eran una partida de adolescentes, los mismos -creo- que ayer me dieron la tabarra en el café con su agresiva falta de modales y respeto a los demás.

Pensé en dispararles pero cambié de idea: eran sólo gamberros, de una fiereza fingida, de gato cimarrón. Puse balas de fogueo y apreté el gatillo varias veces para que viesen los fogonazos. En un instante desaparecieron pero, aunque me acosté de nuevo, tardé mucho en conciliar el sueño.

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Los idus de marzo es una película que se ve con agrado si bien resulta algo tópica en su desarrollo y final. Clooney es hombre de talento, eso está fuera de duda, pero de un talento poco afilado, algo romo. Eso no quiere decir que un año de estos no sorprenda con una gran película.

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Una cosa es ser un buen marido -algo que yo no he sido seguramente- y otra un hombre adiestrado. Mi personalidad es rebelde, lo viene siendo desde niño. Zóbel lo expresaba muy bien cuando decía: Haces bien una cosa y, cuando todos queremos romper a aplaudir, tú has desaparecido del escenario y estás en otra.

Supongo que es una especie de maldición, reñida con lo que la gente llama éxito. Recibí tal cura de humildad, descendí tanto a los infiernos de mí mismo, que aprendí a ser feliz con lo que soy y con lo que tengo. No echo de menos nada y me carga la gente que se acerca torcida.

El mundo está lleno de cuadros tremendamente bellos y expresivos -olvidemos la basura y la banalidad, que es todavía peor-: hay fotografías buenas por todos lados. El éxito, para el común, no consiste en intentar añadir algo a ese acervo sino destacar y poder comer del asunto. Eso es terrible. He estado ahí y lo sé, y eso que en mi juventud éramos menos y los navajazos más leves. A menos caimanes en la charca, menos posibilidad de dentelladas.

Y la gente que cuenta soldaditos: tantos azules y tantos rojos, yo con éste.

Pero sí, los hombres adiestrados. Esas mujeres de mente masculina aunque suaves en el trato, incluso melosas, que trincan a un tipo y lo dejan seco por dentro, como aliens chupadores, sorbiendo todas aquellas sustancias que no sirven para lo social, marcándole el camino a palmetazos o con dolores de cabeza reales o fingidos. La tembladera de esos hombres huecos, la obediencia ciega al monstruo cariñoso que ofrece galletas y caricias cuando se portan bien.

Dicen que detrás de todo hombre hay una gran mujer. Lo que yo he visto es que cuando hay una gran mujer ella tiende a hacer su vida, a ser grande y dejar en paz al hombre. La real, la que llaman gran mujer suele ser una estricta gobernanta, una mente de macho en maneras de hembra que sólo acepta la sumisión y no conoce otro lenguaje que el del látigo en carne ajena.