Paganos

Edgar Degas. Estudio de niña para el cuadro de la familia Bellelli

 

Dice el muy sobrado Borja Villel que tiene derecho a reescribir la historia del arte porque es su historia del arte. Fernando Zóbel hubiera respondido a eso que muy bien pero que lo haga en su museo puesto que el museo estatal que dirige no es suyo.

Viene a cuento porque se anuncia que hay una nueva sección de realismo en el Reina Sofía aunque -nos advierte el preparadísimo Borja Villel- no se trata de realismo tradicional sino lo que él entiende por realismo. Ello a pesar de que el realismo de nuestro país, que él adjetiva (ya se sabe: arte con adjetivo, mala cosa), ha alcanzado cotas importantes en los últimos cuarenta años, dentro y fuera de España. Si para el autocomplaciente Borja Villel Luis Gordillo es un realista, apaga y vámonos.

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Toda esta basura viene del mismo sitio: la idea de que el museo es una cosa viva cuando por definición fue y debería seguir siendo todo lo contrario. Hay un error inmenso en no dejar que las obras de arte sigan su propia trayectoria vital, que pasa por las paredes de los domicilios privados, para -sancionadas por el futuro- ocupar su sitio en el museo que les corresponda, o tal vez no.

Los que manejan los hilos, no más de una docena de personas en el mundo como alguna vez he dicho, han encontrado el camino más firme para terminar vendiendo lo que les parece al Estado. El mecanismo es tan simple, tiene las letras tan gordas, que no sé si vale la pena repetirlo. Pongamos que sí para quien no me haya leído antes.

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Caso Warhol. Un coleccionista cuya religión no citaré para no ser confundido, compra en vida del artista cuantas obras puede a cien mil dólares cada una. Da igual si le gustan o no, si tienen interés o no, porque eso no forma parte del juego.

Las guarda un tiempo prudente y el artista muere, algo previsible dada la vida que llevaba. Hace que aparezcan algunas obras en subastas importantes y -por persona interpuesta- consigue redondear la cotización de Warhol en un millón de dólares por cuadro. No está nada mal pues ha multiplicado por diez el valor de lo comprado. Ahora es el mayor coleccionista de Warhol y quien lo quiera ha de pasar por él y pagar lo correspondiente. ¿Dónde acaban los cuadros? Algunos en las paredes de gente extravagante y con mucho dinero pero la mayoría donados al Estado a cambio de la condonación de impuestos. Es decir, el Estado ha pagado diez veces más por cada cuadro de lo que valía antes de la astuta operación. Y de eso se trata, de que sea el Estado quien acabe tragando pues, inevitablemente, esas obras terminarán expuestas en museos e instituciones públicas y su valor seguirá en alza. A partir de ahí nadie consentirá que la reputación artística de tales obras disminuya por razones evidentes. Sólo la escoba del tiempo, pero esa -¡ay!- no la veremos, será capaz de colocarlas en su sitio.

Lo penoso de Borja Villel, -y de tantos como él, que es sólo un nombre, una pieza- es que ni siquiera cobra por hacer posible estas operaciones. Tan seguros están quienes mandan en el mercado y lo dirigen que sólo pagan a unos cuantos realmente importantes y nuestro Borja Villel no está entre ellos.