Juegos prohibidos

 

 

De la plaza sólo me aleja el calor sofocante, -que si es tolerable no-, o el frío cuando se pone áspero. De la plaza al aire libre, quiero decir, y es rara la tarde -si estoy en el pueblo- que no aprovecho esa última hora de luz, cuando ya sólo queda iluminada la parte alta de San Martín y las chimeneas del palacio de San Carlos, para disfrutar de ella. Me siento en la terraza de La Cadena y desde allí tengo una vista completa, de espaldas a la puesta de sol pues me gusta más lo iluminado que el foco, y me abstraigo entre lo que veo, lo que oigo y mis propias ensoñaciones mientras consumo mi refresco sin azúcar.

Una de las maravillas de la plaza es que apenas tiene tráfico salvo algún coche que la cruza buscando destino o, muy de tarde en tarde, el sobresalto de algún bacaluta que pasa con las ventanillas abiertas y el zumba-zumba a toda marcha, como un pavo real con las plumas desplegadas. Por lo demás, su silencio sólo queda roto de modo muy agradable por los gritos de los niños, que juegan al fútbol, otra vez de moda entre los pequeños. Sus gritos, sus «¡pásamela!¡ahí la llevas!» te hacen olvidar a esos otros niños embobados ante la tele o la playstation, drogados con comida basura y futuros obesos.

La plaza tiene algunos problemas pero el juego de los niños a la pelota no es uno de ellos. Tiene exceso de iluminación, un verdadero derroche de farolas, unas luces a ras de suelo que parecen las de un helipuerto y una fea iluminación completamente teatral de los palacios, mezclando texturas y color de luz que no se deberían mezclar. Parece el catálogo de un fabricante que nos hubiera vendido todo lo que sale de sus máquinas.

Tiene también un problema de suciedad y una falta de papeleras endémica. Es complicado deshacerse de un papel o envoltorio, hay que buscar. Los niños y adolescentes se sientan en la escalinata de San Martín y comen toda esa basura derivada del petróleo que ahora llaman chuches porque no se pueden llamar golosinas con propiedad. Las bolsas, los plásticos, van a parar al suelo. Me he lamentado tanto de la suciedad e incivismo de mis convecinos de las siguientes generaciones que no me ha quedado otro remedio, para ser justo, que ver si tenían papeleras a mano. Y no, no las tienen.

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El mundo infantil siempre estuvo poblado por ogros y brujas, especies caníbales que buscan la perdición de los niños. No voy a extenderme sobre ello pues bastante se ha escrito sobre el significado de tales figuras, en un sentido mítico y también psicológico. Aquí sólo me interesan como trasunto de la gente que odia a los niños. En ese sentido, la plaza también ha tenido su bruja. Es tradición que en ese espacio abierto, transparente, de convivencia, tratos y juegos, habite una bruja que odia a los chiquillos y sufre con su alegría. La hubo en la generación de mis hijos y parece que tiene una heredera. Entonces podían ser las canicas y ahora el balón.

Hace unos meses presencié una bronca fea, sucia y monumental de la bruja a una madre porque sus niños jugaban al fútbol. El lenguaje soez y encanallado fueron más que suficiente para catar al personaje.

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Siento escribir lo que viene a continuación. El alcalde ha sacado un bando prohibiendo a los niños jugar al balón en la plaza bajo pretexto de que molestan a los vecinos, algo que resulta imposible pues los chiquillos juegan con las horas de la fresca y, antes de que los pocos vecinos que tiene la plaza se vayan a dormir, ya han cesado los juegos.

Envuelta en el mismo bando va la prohibición de llenar globos de agua en la fuente y jugar a lanzárselos, juego que no tendría nada de malo -siendo verano- salvo el derivado de que no recogen los globos rotos, aunque ya he dicho que tampoco recogen las bolsas porque no hay papeleras. Pero lo principal no es eso sino la prohibición de jugar al balón y no crea quien lee que se trata de juego escandaloso o que ocupe una gran parte de la plaza porque suelen jugar bajo la estatua de Pizarro, en la plataforma aledaña, donde no molestan a nadie.

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Qué tristeza una plaza sin niños felices, qué entrañas más duras hay que tener para quejarse de un juego inocente de niños sanos y pedir al alcalde que lo prohíba, cuando ni el juego molesta pues no lo hacen entre las mesas de las terrazas ni se trata de mozalbetes que puedan dar grandes balonazos y alcanzar a alguien. No es una medida acertada y no son esos los problemas que ocupan el presente.

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Adenda del sábado 30.

La noticia de la prohibición aparece en la prensa regional. Es un error por parte de JS haber colocado en su artículo la foto de unos muchachotes uniformados jugando a la pelota. Induce a error y permite pensar, a quien no conozca de qué va el problema,  que la plaza puede ser confundida con un campo de fútbol. No se trata de eso aunque ocasionalmente se haya podido tomar tal foto. La prohibición afecta, sobre todo, a niños entre los 5 o 6 años y los 10 o 12, una edad muy apropiada para dar patadas al balón y estar sanos de cuerpo y mente.

He preguntado a los vecinos -en una plaza donde son escasísimos- a quién molestan los niños con sus juegos. La respuesta es unánime: sólo a cierta persona de reciente incorporación al partido político gobernante.

Adenda del domingo 1.

Para compensar la prohibición ocupa la plaza desde ayer una pantalla gigante para retransmitir el partido de fútbol España-Italia, por cortesía municipal. Sobran comentarios.

El Bando