Diez contra setenta

 

 

Tal vez hacía 20 años, como en la canción de María Teresa Vera, que no pisaba ese claustro en el que transcurrió una parte de mi vida. La puerta grande, de barrotes oscuros, era mi despacho. Trabajando en él descubrimos las tumbas que ahora pueden verse y restauramos el antiguo refectorio de franciscanos, que un mal criterio anterior había asfixiado. Es la bóveda de cañón más importante del pueblo y dudo que exista otra similar en la región, o al menos yo no la conozco. Hay un escudo de los Reyes Católicos, modesto en tamaño pero con toda su policromía original, y con la granada ya incluida.

El motivo de volver ha sido la celebración de unos conciertos por los que hay que felicitar al Ayuntamiento y, muy especialmente, a su alcalde, así como a la Asociación Musical Santa María con el director de la Coral, Angel Guerra, al frente. Hay que señalar también que sin la ayuda del pianista Luis Bravo estos conciertos concretos no hubieran sido posibles.

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El ciclo Música y Monumentos ha demostrado que se pueden hacer muy bien las cosas y contratar a gente estupenda con medios limitados. Fue, además, una verdadera apoteosis de músicos de la región o relacionados con ella que, no sólo no tienen nada que envidiar a los de otros países, sino que los aventajan.

De los cuatro conciertos programados sólo pude asistir a tres y debo decir que todos ellos fueron de gran altura, rayando en lo imponente el concierto del pianista trujillano Luis Bravo con la Orquesta de Cámara Villa de Madrid -tocando una obra poco conocida de Turina- así como el recital que dio la soprano Carmen Solís. Perfectos, irreprochables conciertos.

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Sin embargo, hay que decirlo, el claustro de San Francisco no reúne actualmente las condiciones para celebrar conciertos musicales. El precioso cerramiento de vidrio diseñado por un buen amigo hace que los músicos tengan que luchar contra una pésima acústica, al tiempo que se magnifica el ruido ambiente. Una contradicción que todos pudimos observar: va contra la voz y los instrumentos musicales pero reverbera de un modo insoportable antes y después, con el jaleo del público.

Digo lo anterior y lo que sigue porque la labor del crítico es criticar, además de señalar lo que se hace bien: seguimos arrastrando un pequeño déficit hacia los músicos derivado del hecho de que el público no acaba de entender que, una vez los artistas están en el escenario, lo único que se debería oír sería el vuelo de las moscas. Entiendo que es falta de costumbre y, desde luego, algo no imputable a la mayoría. Cuando el músico toca, todo debe quedar congelado y nadie debería moverse bajo ninguna circunstancia, no basta con silenciar los móviles.

Entiendo que los conciertos gratuitos tienen estas cosas y demasiado bien salieron. No estaría mal poner un precio de entrada casi simbólico pero sé que tras los años de la cultura del gratis total sería muy duro echarse eso a la espalda. Claro que entonces cabe preguntarse por qué se cobran los conciertos del FIM y si es que hay un festival para tirios y otro para troyanos.