Ni al cincuenta por ciento

 

 

¿De qué hablar cuando la preocupación primordial de tu cabeza es salir adelante con éxito del proceso en que tu cuerpo se ve inmerso? No caer de nuevo en la anemia, alimentarte con los lácteos y purés suaves que te han prescrito, pasear dos veces al día pero sin forzarte, despacio como un viejo -lo que casi eres- y beber todo el agua que seas capaz. Me lo dijeron: «Si hace bien las cosas no tendrá tiempo para nada más, beba agua continuamente y no deje pasar más de tres horas sin tomar alimento«.

Eso es lo que hago y entremedias leo, me ocupo de asuntos por teléfono y, cuando me aburro de una y otra cosa, veo un documental de National Geographic.

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Decía hace unos días Felipe Benitez Reyes en Facebook que ya habíamos llegado al esperpento. Es cierto, hemos llegado muy deprisa a los espejos deformantes del Callejón del Gato. Y es que Valle Inclán, aunque algunos no gusten de su escritura, cató muy bien esta forma de ser nuestra que pasa de la exaltación a sacarnos los ojos como si tal cosa. Un país muy peligroso -remedando a Azúa y su excelente artículo de hace unos días- que periódicamente necesita desmembrarse para alimentar la pobreza, ruina y violencia de los que en él habitan y vuelta a empezar.

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Veo, con rubor, que la pachanga del arte sigue impertérrita como si la cosa no fuera con ellos aunque hace tiempo que un conocido marchante madrileño me dijo que no se vendían las primeras figuras ni al cincuenta por ciento. Les da igual, unas letras desparramadas por el suelo siguen siendo un estupendo negocio si pagaste al artista dos o tres mil euros y, al exponerlas, multiplicas ese precio -pongamos- por diez. El arte conceptual bis (porque el primero fue cuando yo era muy joven y contra él reaccionó mi generación volviendo a la pintura), que parecía que no podía ser negocio, se ha revelado como negocio formidable gracias al dinero institucional, manejado por unos tipos que no quieren quedarse atrás de lo que ven en las dos o tres revistas de arte que modelan la opinión mundial. Revistas que, a su vez, están patrocinadas -cuando no son propiedad- por los grandes inversores del arte moderno. Una situación sin salida y que ha llevado a la ruina en el mundo entero a miles de artistas honestos y con la cabeza bien armada.

La oferta es tanta que el inversor no tiene que esperar el necesario proceso de decantación para escoger. Cada año, -como decía Canaday en los años setenta del siglo XX- las escuelas de arte sólo de Nueva York ponen más artistas en la calle de los que vivieron en todo el siglo de Pericles. Basta con escoger y promocionar con técnicas bien conocidas de los publicistas (no en vano uno de los mayores inversores en arte moderno es dueño, a su vez, de una multinacional publicitaria) y alimentar un poco al inventor mientras el gran negocio se desarrolla. Hay ejemplos tan penosos en los últimos años que darían para un libro de desgracias.

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Tuve noticia directa de uno de estos casos hace bastantes años, cuando estuve en la Escuela de Bellas Artes de Nápoles como profesor invitado, en un intercambio de los ministerios correspondientes. Paseaba mucho por Nápoles en mi tiempo libre con un escultor napolitano con el que había trabado amistad. Con frecuencia, y fuese la hora que fuese, encontrábamos sentado por las terrazas a un pintor muy famoso entonces -aquel movimiento que se llamó transvanguardia- cuya primera exposición individual había tenido lugar en el Guggenheim de Nueva York. Casi nada.

-¿Este hombre cuando trabaja? -pregunté a mi acompañante.

-¿No conoces la historia? Es bien triste. El muchacho trabajaba en la galería de LA (un conocido marchante del que se decía blanqueaba dinero de la Camorra). Atendía el teléfono, recibía visitas si el jefe no estaba y… se acostaba con él. Además, hacía dibujitos mientras hablaba por teléfono o pensaba en las musarañas. Su amante y patrón los vio y le animó a desarrollar aquello sobre grandes lienzos. Para ello le puso estudio y le organizó la exposición del museo norteamericano. El valor de los cuadros se puso en las nubes, a precio norteamericano, y todo iba viento en popa hasta que el jefe descubrió que al artista no sólo le gustaban las mujeres y lo suyo con él era fingido sino que mantenía una relación estable con una muchacha. Lo echó de todas partes, le cerró todas las puertas y ahora, con precios norteamericanos que no puede bajar para no estafar a los coleccionistas que han comprado, languidece por los cafés. Para qué pintar si tiene el estudio lleno de cuadros que no tienen venta.