Un hule grasiento

 

0811

 

He pasado la tarde fuera, junto a las vías del tren que lleva a Madrid, tomando café y hablando con un amigo. Sin nostalgia porque las personas recordadas -unas con afecto y otras, verdaderas víboras hocicudas, con poco más que desdén- no andan lejanas en el tiempo y sólo éste es capaz de llevarnos a un estado en el que podemos acabar llorando por el enemigo que se fue o murió, aunque sea por nosotros mismos por quienes derramamos lágrimas, por lo que fuimos y ya no somos.

Hemos dado un pequeño pero crítico repaso a un puñado de literatos, meros escribientes unos y realmente grandes otros. Durante un tiempo muy breve ha surgido el lamento inevitable sobre la equivocada carrera del periodista Espada, notable cuando ejerce de lo suyo y penoso cuando aparece en figura de literato o de intelectual a la crema de violeta.

Una tarde muy agradable, con nieve en Gredos, imitando la naturaleza al arte con cremosas pinceladas blancas dadas por mano maestra en las cumbres de azurita o azul esmalte en los lejos, lo más difícil de pintar con justeza en un paisaje.

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Los melancólicos, los de la bilis negra según la teoría de los afectos y humores establecida de antiguo, no suelen dar demasiada importancia a las vanidades. Conceptos como belleza, fortaleza o riqueza no son los más respetados por ellos. Lo suyo, lo propio, es el valor de la vida sin más. Y así resulta que sus creaciones, sin pretenderlo, se cargan de un sentido más conmovedor, más profundo también.

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El idiota ensalzó el canto de los pájaros. En la otra vida debería ser castigado a sufrir la tortura de un gorrión en celo por toda la eternidad.

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Apenas veinticinco años atrás este lugar guardaba muchas semejanzas con el pueblo que aparece en Amarcord. La gente paseaba del mismo modo, había un motorista que cruzaba la plaza asustando al personal y teníamos nuestra Gradisca luciendo palmito, dando culadas de un lado a otro en un bamboleo que enervaba a los hombres, jóvenes y maduros.

Ya no está el de la moto, ha sido sustituido por un petardoso quad y la bella se nos está muriendo a ojos vista. Las ninfas inconstantes se han convertido en señoras de amplio fondón y riñen a muchachos cuyo bigote y barbilla comienzan a negrear.

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Hay pintores que lo son, sensu stricto, para los literatos. No sólo porque su pintura tenga origen en la literatura y no en la realidad o la forma que la expresa adecuadamente sino porque, careciendo en gran parte de valores pictóricos, sólo puede gustar realmente a la gente de letras. Buen ejemplo de ello son Zuloaga y Romero de Torres en el pasado o Gaya en los tiempos presentes.

Romero de Torres es un hule grasiento y sus figuras, cargadas de literatura, carecen de huesos, como siempre le sucedió a Renoir pero sin el je ne sais quoi francés. Zuloaga es un pestiño con gran habilidad, uno de esos pintores a los que todo les sale enseguida pero les sale mal. La suma de errores, cuando se hace poniendo por delante el estilo, puede pasar desapercibida para el ignaro.

Ambos pintores causaron sensación entre los noventayochistas. Según ellos, no se veía nada similar en España desde los tiempos del Greco, Velázquez y Goya. Sin embargo, Sorolla era considerado un pintor frívolo e intrascendente pues, en lugar de abundar en la España Negra de Verhaeren, prefería el esplendor de los cuerpos soleados y los paisajes requemados por la luz.

El caso de Gaya no merece demasiado espacio. Ya he dicho varias veces que no sabe componer, que los objetos se le caen o pisan como no deben, los bordes de sus mesas se levantan torpemente y su pintura acuarelosa y lavada, además de facilona, resulta bastante desagradable por insulsa. Pero el caso es que, tras la consabida flor en vaso de agua -tan poética- suele colocar la foto de algún cuadro famoso y de ahí sacará el título. «Homenaje a Rembrandt», «Homenaje a Velázquez»… y los letraheridos babeando como babuinos encelados. Por supuesto que no saben distinguir, ni de cerca ni de lejos, lo que es una pintura honesta.

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Hablando con propiedad sólo pueden ser clasistas los monárquicos. Es decir, quienes piensan realmente que las diferencias de cuna o fortuna establecidas por el azar terminan por formalizar un tipo de naturaleza humana diferente. Se trata de una aberración completa pero, sobre todo, estúpida.