Altruismo

 

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Es por completo imposible ser tonto y ser un buen pintor. Hace falta tener un tipo de inteligencia diferente a la que permite pasar con éxito un examen -qué se yo- a registrador de la propiedad.

Hay que tener las cosas claras y aplicar un plan preciso y suficiente. No imitar al que abre la nevera sin saber qué comerá. Es una vieja discusión pero tengo muy claro desde adolescente que Van Gogh era mucho mejor pintor cuando no estaba a merced de su enfermedad, seguramente lo que hoy llamamos trastorno bipolar. Véanse las obras y hágase una comparación.

Si algo distingue a un gran pintor del resto (a un pintor figurativo en la manera tradicional, desde luego) es el no dar palos de ciego, no amontonar obras en el mismo lienzo y someter la improvisación a los límites estrictos en que resulta altamente creativa y no una destrozacuadros.

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He contado con detalle mi momento epifánico (o hierofánico, quién sabe) en unos recuerdos de niñez y adolescencia que no han visto la luz. No tendría cinco años. Eché a andar por un camino que se adentraba en los montes, alejándome de las casas y de cuanto oliese a mar. Durante un tiempo que no puedo precisar estuve absorto, embebido en la contemplación de las lejanías y en la calidad de los azules color tinta de escribir, mientras la luz se iba perdiendo. Ahí tuve mi satori, como lo llaman los japoneses.

Por algún milagro que no recuerdo, salí con bien del asunto pues nadie pareció echarme de menos o preguntar por mí. Al día siguiente repetí la operación pero armado de un cuaderno y unos lápices Alpino. Sufrí atrozmente viendo que, lo que yo ponía sobre el papel, en nada se parecía -ni siquiera recordaba- a lo que estaba ante mis ojos.

Rompí aquellas hojas que delataban mi incapacidad radical para transcribir en el papel el aspecto de la naturaleza, la luz y la forma, y los sentimientos que provocaban en mí.

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A instancias de mi abuela, que me alentaba en todo, comencé a copiar láminas de libros y terminé por hacer un retrato de Franco, cumplidos los seis años, que causó la admiración de mi abuela, a pesar de la nula simpatía que manifestaba por el personaje.

Después vinieron los concursos de pintura infantil y mi tremenda y poco agradable sinceridad de entonces para decir lo que pensaba, sin cortarme un pelo: allí donde veía un niño con fama de buen dibujante lo desafiaba al momento, afirmando que yo podía hacerlo mucho mejor.

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Años más tarde, F. me contó una anécdota protagonizada por el pintor francés Camille Corot. Paseaba éste por el campo y vio a un pintor con el caballete plantado ante el motivo. Corot se acercó a curiosear (ya era por entonces un gran maestro del paisaje) y a cada pincelada que el otro daba en el lienzo, torcía el gesto y meneaba la cabeza en un ostensible «no». Harto el pintor de aquel viejo impertinente se volvió hacia él y preguntó:

-¿Sabría usted hacerlo mejor?

-Por supuesto -fue la respuesta recibida.

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Yo también recibo una respuesta contundente a mi afirmación de que el egoísmo no se manifiesta en la acción emprendida por nuestros antepasados en el cuidado de ancianos y enfermos. Decía yo que esa actitud es justamente la que nos diferenció de los homínidos, que abandonaban los sujetos inhábiles a su suerte. Cuando nada podían ofrecer al grupo o resultaban una rémora, los dejaban a merced de las fieras.

Mi interlocutor afirma que eso no demuestra que la teoría del gen egoísta hace agua, ya que el altruismo actuaría como cohesionador del grupo. No es así pues hay otras actitudes y comportamientos menos arriesgados para establecer tal cohesión. ¿Altruismo cuando el retraso ocasionado por un herido o un anciano podía suponer peligro de muerte para todo el grupo? Me parece que no.

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Puestos a experimentar y a hacer conceptualismo recuerdo cómo ironiza Ortega sobre aquel cuadro presentado en una exposición cuyo lienzo estaba completamente pintado de negro y debajo ostentaba este rótulo: Lucha de negros en un túnel.