Trozo de pan con aceitunas

 

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No es que yo crea que el periodista deba limitarse a los sucesos o la opinión política. De hecho, los mejores periodistas han sido escritores que consiguieron llevar parte de su acervo personal al artículo del periódico o la revista. También es cierto que, cuando se prodigan demasiado -como en cualquier otra actividad humana-, cansan. Pero de qué no nos cansamos.

Lo que sí me parece sacar los pies del plato es andar contando desde la columna de un periódico cosas que vienen directamente de la divulgación científica de vuelo más raso. Y con eso tirarse el moco de tío puesto en el dogma de nuestro tiempo, que es la ciencia mal explicada y peor entendida.

A los biólogos se les suele entender bien, en especial quienes carecemos de formación científica. Nos parece estar tocando la ciencia con la punta de los dedos cuando los leemos. Y ellos mismos, que trabajan con la vida tan cerca, suelen creer que la entienden en toda su complejidad. Pero nuestro punto de vista -ignaro- sobre el asunto no es superior al del Monsieur Jourdan de Molière ante la prosa. Como en tan hilarante escena, nuestra concepción del hecho se nos presenta mediatizado en tal modo por las diversas traducciones sufridas que no pasamos de repetir banalidades escritas por divulgadores que tampoco saben gran cosa.

Ahora le ha tocado el turno a unos ratones a los que dicen haber implantado recuerdos falsos. No hay que ser muy lince para saber hacia dónde encarrila los pasos el comentarista. El falso recuerdo, el recuerdo inventado -fantaseado- es tan viejo en la psiquiatría moderna como Charcot. Quién no ha sido testigo directo de un falso recuerdo narrado por una persona a la que conocemos bien y que contó, además, con nuestra presencia en los hechos recordados. De esa elaboración posterior da buena cuenta Freud en sus escritos que, resulta obvio, el columnista no ha leído. El falso recuerdo, así se puede decir, forma parte del nudo gordiano de la neurosis.

Estamos ante otra paparruchada más, ante una de esas pedanterías inaguantables a las que no puede resistirse quien se sabe leído porque echa las columnas en un periódico de difusión nacional. Extraño mundo en el que lo que permite vivir no es la ciencia sino su divulgación, vale decir, su cotilleo más banal. Salvando el tema, el asunto presenta idénticos mecanismos mentales que la prensa del corazón y la carne picada. Una tremenda intrusión en asuntos que no le pertenecen y una falta de respeto enorme hacia la ciencia y los científicos.

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Nuevas cosas que aprender. Estoy como un niño que estrena zapatos. Me aburro extraordinariamente cuando las cosas han dejado de ser un reto. Y ahora, reviviendo en parte mi juventud, hay camino por delante.

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Hace unos días leía la siguiente paradoja: Si la luz pudiera observarse a sí misma, viajando a la velocidad en que lo hace, se vería en reposo absoluto. Me hizo pensar en uno de los frescos de las Stanze, en las dos figuras centrales y sus dedos índices. No hay drama entre Heráclito y Parménides: todo fluye en una quietud absoluta. El Ser es inmutable, permaneciendo en perpetuo movimiento.

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Nací la madrugada del 23 de Octubre, entre las 12:30 y la 1:00. Pesé 3,00 kilos al nacer y lo hice con abundante cabellera. Fui un niño bueno durante esa primera etapa excepto cuando quise ahogar en el baño a las gemelas que vinieron después. Por suerte para todos, no lo logré. Fui primer nieto en ambas familias y mi abuela paterna, que me adoraba, detestaba a mi madre. Eso hizo que muchos años más tarde yo la detestase a ella. Mi madre era tan guapa y atractiva, tan juvenil de aspecto, que en mi adolescencia íbamos juntos al cine y algunos pensaban mal. Mi padre odiaba el cine pero a ella le apasionaban las películas que contuvieran historias densas, con los seres humanos representados viviendo al borde del sentido. Ahora me resulta curioso que una mujer tan digna apreciase tanto los desvaríos ajenos.

Recuerdo el llanto inconsolable pensando en la muerte de mi madre, en lo injusto que sería Dios si me la quitase. No recuerdo cuándo me dormí agotado pero sí que desde esa noche adquirí conciencia de la finitud de la vida. Tuve que asumirlo y trascenderlo, más tarde, con mi interés por los pintores y músicos jansenistas. Mi llanto no pordioseaba un beso de mi madre pues tenía cuantos anhelaba. Era mi espíritu que se rebelaba ante la injusticia radical de nuestra presencia en el mundo.

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En Cárdenas, Cuba, todo el mundo anda en calesa. Es una ciudad de caballerías, pintoresca y detenida en el tiempo. La tracción animal continúa viva en un medio en el que apenas existen piezas de recambio para los automóviles y un equino es más fácil de mantener. Las calles tienen porches sombreados y, donde no hay asfalto, la tierra es rojiza a causa del mucho óxido de hierro que contiene. Un rojo vivo, casi de paleta de pintor. La gente en la calle, como en toda Cuba, es fotogénica porque hace cosas, está viva. Forma grupos interesantes y no es difícil ver composiciones clásicas en tonos brillantes balanceados por las pieles oscuras.

Ese tipo de piel nunca está desnudo, o sería mejor decir que lleva el más hermoso de los vestidos. Una Venus de color no resulta obscena, como sí puede resultarlo la piel blanca. Las más hermosas mezclas se dan entre la gente blanca y la de color, especialmente si la primera pertenece al pueblo eslavo o al oriental. La exhibición de belleza es tan natural y abundante que se puede sufrir el síndrome de Stendhal sin necesidad de la obra de arte.

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No encuentro el momento de pasear la cañada en dirección a Santa Cruz, con el cerro al fondo. Cuando termino de hacer cosas sólo tengo tiempo para dar el paseo de rutina y llegar a casa de anochecida. Al paseo por la cañada lo llamamos África familiarmente porque, en verano, pareces estar dentro de un documental de National Geographic. La luz es muy hermosa y, aunque no verás los ñues cruzando el río por donde más cocodrilos hay (el riachuelo que se cruza anda seco en este tiempo y no quedan en sus orillas ni lagartos), el paseo tiene su emoción cuando se escapa algún toro bravo de una ganadería lindera.