Más que negado

 

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Las cosas del arte moderno: cuando le conocí estaba perdido y lo decía (Es tanta la oferta y las posibilidades que uno no sabe por dónde tirar). Hoy es un triunfador que expone en el Reina Sofía y trabaja con una galería internacional. Es un buen muchacho y cae bien, hay madera. La clave está en por dónde tirar. Tiró bien para sus intereses, no especialmente para los de la pintura.

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Otro, completamente negado para hacer una O con un canuto se puso a pintar de repente porque no sabia qué hacer con su vida. Como entonces le apreciaba y me pidió una opinión sincera (esa trampa) le dije que lo dejase, que no era lo suyo. Ahora me mira por encima del hombro, sigue haciendo la misma mierda pero muy cotizada.

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Fue más tierno aquel padre que me dijo una noche que tenía un hijo que no servía para nada y me preguntó si yo pensaba que podía hacerse pintor. No me ofendió porque había aprecio y comprendí lo que quería decir.

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Mi marchante fue judía. Era cuanto sabíamos porque guardaba celosamente su vida íntima. No supe hasta después de muerta que provenía de la comunidad judía de Grecia. Por alguna razón yo la había hecho polaca y ella nunca me sacó del error. Tenía mal carácter inmediato pero era muy buena persona. Hacía sudar con reconvenciones cada cheque que te daba y no supo estar a la altura -la pillé muy mayor- cuando un más que famoso galerista extranjero se interesó por mi obra. Cuando llegaron los años duros cayó en malas compañías con tal de salvar a sus artistas. Finalmente, una tipa con dinero se hizo con el negocio, nos echó a todos y se dedicó al conceptual y las chuminadas. La judía, que vendió su colección privada y sus joyas personales para poder seguir pagándonos un sueldo, acabó gobernada por la alemana. Pero se vengó en el lecho de muerte: perdonó por escrito la deuda de todos sus artistas con la galería. Bien es cierto que nunca supe nada más de las obras que quedaron en depósito. La alemana debió venderlas en saldo porque algunas han aparecido en subastas en su país.

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Esta mañana recordamos riéndonos a aquellos dos amigos pintores, uno japonés y otro vasco-gitano, y las estupendas bromas que se gastaban. Los dos están muertos, no por edad sino por la mala vida. El japonés se encerró en su casa y nadie sabía si pintaba o no. Salía a beber por la noche, hasta caer en cualquier esquina, envuelto en su ridículo abrigo de piel de hiena. Creo que le tuve más aprecio del que él me tuvo pero esas cosas pasan. Fuimos un día a pescar truchas y se cayó al agua, completamente borracho. No sabía nadar y no teníamos idea del hecho. Finalmente lo sacamos vivo. Comía las truchas podridas: las colgaba por la cola y, cuando caían al suelo, consideraba que había llegado el momento de llevarlas al plato. Daba un poco de asco lo relacionado con la comida en su casa. Una noche intoxicó con un guiso a todos los artistas que quisieron probar su culinaria. A mí no porque ya me lo sabía y me llevé un currusco de pan escondido. Al día siguiente no se pintó en aquella ciudad por razones evidentes, relacionadas todas con el retrete.

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Una ciudad tiene vida propia pero cuando vivimos en ella practicamos un corte estatigráfico en el tiempo. Si volvemos después ya no reconocemos nada y sufrimos. La segunda vez me alejé en cuanto pude. La idea de tantos amigos muertos y aquella tumba excavada en la roca viva sobre la hoz del Júcar, a los cuatro vientos,  fue demasiado triste.

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Pintaba yo entonces unos cuadros enormes, como el personaje de la película que hizo C. Tenía un estudio grande pero no cabían por la escalera y había que desmontarlos para sacarlos de allí. Después destruí la mayoría y alguno que se salvó desapareció para siempre tras las desdichas de una herencia desafortunada. También tiraron mis negativos, los tomados entre 1975 y 1981. Daños irreparables por los que no puedes pedir compensación al tratarse de la familia.

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Lo mejor que había en el museo de Dublín era un cuadro de Murillo, y dentro del cuadro -un tanto pleonásmico en conjunto- una cabeza de la virgen que yo hubiese copiado de rodillas. Una virgen del pueblo, la idea maravillosa de Caravaggio de hacer dioses a los hombres. Una muchacha que nunca llegaría a saber que la gente rezaría ante su retrato y terminaría por ser admirada, ya sin culto y convertida en mero arte, en un museo. «Yo sé quien soy» dice Don Quijote y eso parece bastar.