Cagar blanco

 

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De no ser por la serie de las ninfeas, Monet sería una estafa. Mi hija tiene colgada en su casa una reproducción del cuadro de las carreras en Saint Denis. Lo curioso es que no se ven tales carreras y tampoco se entiende por qué se titula de ese modo pues todo lo que hay es un río (o eso parece) con unas casas mal pintadas al fondo. El cuadro es torpe y marrullero, todos los problemas se han escamoteado con habilidad y la atmósfera -esa por la que siempre se alaba a Monet y se disculpan sus torpezas- es un baño general de azul cobalto que no consigue engañar al ojo.

Monet habla en su obra de sí mismo pero, sobre todo, de lo bien engrasada que estuvo la industria cultural francesa y de su amistad con Clemenceau. Puedo citar ahora mismo cien pintores contemporáneos del impresionista mucho más capaces y mejores haciendo lo mismo. Era de rigor repetir la frase de Cézanne: «Monet es sólo un ojo, ¡pero qué ojo!». Falso. El de Monet es un ojo mediocre y su cabeza está llena de trucos baratos, como representar el agua del río que bordea Saint Denis con unos chafarrinones del mismo azul del cielo. No de un azul de parecida temperatura y diferente valor, como resulta obligado, sino del mismo que distribuye por todas partes. En cuanto a la ciudad, encuentra un tono apropiado y lo aplica en todos los edificios, à la remanguillé.

Y sin embargo llegamos a las ninfeas, obra capital del arte moderno. Todo lo anterior se puede dar por bien empleado si conduce a esto. Pude verlas por primera vez en el invierno de1974-1975 con el Bois nevado. Un viaje feliz, con C. embarazada de nuestro primer hijo. Salí con los ojos llenos de verdes y violetas agrios pero acertados en su proporción. Me di cuenta de que allí se abría una puerta diferente y, para mí, más interesante que el precubismo de Cézanne, un pintor irritante hasta cuando quiere ser discreto.

Compré una foto en la que podía verse a Monet en el estudio que construyó en su jardín para pintar la serie. No era vintage sino copia moderna de un negativo original pero el diarista T. me la pidió prestada y nunca me la devolvió, ni siquiera cuando -rotas las relaciones- se la reclamé junto a otras cosas de mi propiedad. Resulta cómodo para los ladrones no meter en un paquete las cosas que tienen, propiedad ajena, gracias a la confianza que se les tuvo, y devolverlas.

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Que le aproveche y se la gaste en caramelos. Había pensado que, cuando me lo echase a la cara antes o después, tendría que optar entre partirle los dientes o mirar para otro lado pero me van a tomar la delantera: ha sembrado la zona de tales malquerencias que hay quien le va a hacer visitar al dentista por fuerza. Gente que no se conforma con retirar el saludo.

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Dicen que lo más del arte es buscar la verdad y me quedo algo perplejo pues no sé de qué verdad hablan. La verdad del arte no es la verdad de la justicia, de la religión o la verdad personal, tan poco fiable. Es un poco ingenuo decir eso pues implica creer en una verdad única para todos los campos de la existencia, algo que sería ideal pero que no se da. La verdad es sujeto histórico y, en su forma más acabada, sólo se produce en la religión.

Hay, sin embargo, una verdad del arte que no está sometida al estilo sino que vuela libre por encima de él. De esa verdad sí se puede hablar y el ojo bien educado la percibe con nitidez. En tal sentido, Monet es un embustero.

Sin embargo, puestos a elegir, frente a quienes piensan que ofrecer verdad al espectador es ser un testigo fiel de los sucesos temporales, de la vida en el tiempo que toca vivir, prefiero a aquellos que aportan un poco de belleza -sin pasarse- a un mundo que anda muy necesitado de ella Y llegado a este punto no sé si el idealista soy yo o quienes arrean al caballo en el que galopa la verdad.

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La avidez para devorar biografías de artistas sumada a la devoción con que la beata lee el santoral, buscando consuelo y ejemplo a seguir. Es entomología y, como ella, cuestión de afición más que de luz. La explicación del arte no está en la biografía. La vida puede ser mucho más rica e intensa que las obras pero cuando el artista es polvo nos queda la pasión desplegada en ellas pues el talento, por muy racional que sea, es una de las formas de la pasión.

T. S. Eliot era una persona bastante aburrida, al decir de quienes le trataron. Poco tenía que expresar fuera de la poesía. Siendo yo muy joven, diecinueve años, paseaba una tarde con el pintor Z. hablando de Monteverdi y Tiziano. Con la ingenuidad propia de los pocos años manifesté cuánto me gustaría haber escuchado sus conversaciones, a lo que Z. respondió que seguramente hablaban del tiempo y cosas parecidas. Esa edad en la que se piensa que los grandes hombres sólo expresan ideas enormes y cagan blanco.

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Leo ahora mismo en el blog de un amigo la expresión trapalladas y me da que pensar. Acudo al diccionario y veo que la cosa puede andar por trápala, que es una persona que habla mucho y sin sustancia. Al pelo.