Un amigo en Karakoram

 

GJ-5779;0; Calame, Alexandre. Landscape with Oaks

 

Por lo que fue el cañón de la cárcel, cumplidas las dos de la tarde, suenan gritos de niños como si Herodes estuviera repitiendo la famosa degollina. Es la salida del colegio y el cañón es paso obligado a la plaza, donde madres y padres aparcan sus coches aunque vivan a cien metros. La autoridad es tolerante un poco antes y un poco después y no multa como el resto del día.

Hace unos años, antes de que nos declararan en crisis y cerraran nuestros negocios, las madres esperaban a los niños sentadas en las terrazas, tomando el aperitivo y fumando tabaco rubio. Ahora esperan a la puerta del colegio y todo el gasto que hacen es el combustible pues parece de pobretones recoger los niños a pie.

Las cafeterías, a la entrada y salida del colegio, no daban abasto sirviendo desayunos con porras o croissants y, a las mismas madres, cañas y tapas más tarde. Las tertulias de cotorras eran tan sonoras que no se podía leer ni el periódico. De vuelta en casa le decía a C. que ya éramos alemanes pues hasta Felipa desayunaba en La Victoria, antes local para señoritos, café con migas y torreznos.

Volviendo a la escandalera que montan los niños resulta evidente la falta de esa materia que se llamaba urbanidad, algo imprescindible para vivir en armonía con los demás. Menudo cogotazo me hubieran soltado a tal edad si se me hubiese ocurrido pegar un solo grito. Los adultos eran muy severos y exigentes con nosotros y no pasaban ni una: pobre de ti si alguien iba a casa a dar una queja de tu comportamiento. Hoy lo normal es que apaleen al de la queja, cuando no le ensartan el hígado en un cuchillo jamonero.

Las dos manías de este tiempo son los berridos de los niños y el «¡Te odio!» de los adolescentes a los padres. Ambas vinieron en el mismo paquete, junto a la liquidación del sabor local en el lenguaje y unas cuantas cosas más graves. Es un peaje obligado, como los chicles pegados al suelo y la suciedad en las paredes a cuenta de las pintadas. La modernidad exige algunos sacrificios. Ya lo decía el sobrevalorado Sade: «Encore un effort pour être republicains…»

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La tromba de agua hizo que la calleja entre muros corriese como un arroyo. El único modo de salir de allí era en barca. Subieron todos y arranqué el motor pero sólo pude recorrer unos metros pues el agua se fue tan rápida como había caído y la hélice pegaba en las piedras. No llegamos ni a la casa de SJ.

Tío D. ya no estaba y lo encontré en Karakoram. Una ciudad muy triste, a la soviética, con uno de esos ríos caudalosos, anchos y de color sucio que parten en dos las ciudades de Europa Central. Apoyado en el pretil del paseo, mirando el agua, parecía triste y recogido en sí mismo. La alegría de verlo no impidió que le preguntase por la mejor forma de recorrer la ciudad y por los museos, si había alguno que mereciese la visita.

No pude despedirme de él aunque preguntó por mí. Cuando me quise dar cuenta ya había muerto. Nos teníamos un aprecio cierto aunque muy tranquilo y no necesitábamos vernos para ratificarlo pues estaba sólidamente asentado. Ahora regresa en el sueño, en una ciudad imposible, mal situada geográficamente. No sé lo que puede significar, resulta incomprensible.

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Sorolla copia a Velázquez como si el cuadro fuese un jarrón con flores o una playa. Le importa un bledo el estilo del maestro y parece que sólo quiere atrapar la apariencia. En realidad no entiendo para qué lo copia si tan poco le interesa. Y nada más lejos del irrefrenable optimismo y vitalidad del gran pleinairista que la suave melancolía del pintor de pintores.

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Fue una epifanía ver el cuadro sin marco, fuera del museo y encima de un caballete. Además es el único -creo recordar- que no está reentelado y puede verse cómo la imprimatura gris azulada penetra y sobresale de la trama por el dorso. La sensación de que el genio era pintor, la anulación de la distancia reverencial que el museo impone y está bien que imponga. Una obra maestra de la pintura vista sobre el caballete, como si todavía se estuviera pintando.

Gracias a las hermanas D. y a la relación con G. pude disfrutar aquel momento, más emocionante que cuando Brealey me permitió entrar a la estancia donde restauraba Las Meninas (más bien retiraba barnices sucios). Hoy me ha dicho C. que podremos disfrutar de una experiencia semejante con un famoso cuadro del Greco. No es un pintor por el que pierda la cabeza pero esa obra en concreto es de las mejores. Ya les iré contando.