Por valles sombríos

 

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En algunas ocasiones, la complicidad puede ser confundida con el amor. La primera suele acabarse a resultas de la contrariedad o el cansancio aunque en algunos casos dura toda la vida. El segundo no se extingue jamás, por sombrío que sea el paraje que deba atravesar.

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No puedo apartar de la cabeza la imagen de la chica atando una cuerda en uno de los puentes del Tajo y lanzándose al vacío. Oigo la cuerda rompiéndose y la zambullida de un cuerpo con el cuello roto.

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En la última remodelación de la plaza -completamente innecesaria- salieron danzando los árboles. Tras sustituir unas losas de granito muy hermosas, -con un diente en la mayoría de los casos de medio metro y más-, por unos adoquines vulgares, poner un chirimbolo en la fuente que parece diseñado por el de Lego y tantas luminarias como caben, colocaron unos arbolitos entecos en unos contenedores metálicos con «un poquino de diseño» (así lo dice un amigo de la capital). Dan verdadera lástima esos seres cuya lengua no entendemos pero cuyo sufrimiento percibimos.

Lo paradójico del asunto es que la remodelación de la plaza -repito, innecesaria- se hizo como lo del bosque para encubrir el árbol: con tal de satisfacer un deseo inconfesable. Hasta aquí.

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Poner la materia en el primer plano perceptivo de la obra, esto es, en el lugar del significante, es cuando menos una grosería. Se cuenta de Ingres que, viendo a un pintor de brocha gorda pintando una puerta, exclamó: ¡Pone sólo la pintura justa, ni más ni menos!

De poco le sirvió la lección al del violín pues su materia no es que sea justa sino que es un hule. Toda esa pintura matérica de los 50 y los 60 resulta intragable. Por suerte entrará en autocombustión o la cola blanca de carpintero (no sigan engañando al personal con lo de que usaba látex) perderá la adhesividad y, en un último gesto antiartístico, las obras se convertirán en polvo. Pulvis, cinis et nihil.

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El miedo es el peor enemigo del pintor. Miedo a todo: al lienzo en blanco, a no saber, a que los colores pinten demasiado… Algunos han hecho de eso, del miedo a pintar, una de las características de su obra.

Nadie se enfrenta al toro a cuerpo desnudo, aunque se presume mucho de ello. Hasta el torero se arma con un trapo para fingir que está donde no está. Todos tenemos un sistema, el escudo bruñido cual espejo que permite acercarse a Gorgona sin mirarla a los ojos. La realidad mata el arte, no puede ser mirada directamente ya que lo más antiartístico que existe -más que Dadá y secuelas- es la realidad. Los realistas mienten pues, como decía Degas, fingimos el sol con un amarillo yema de huevo pero coloca esa mancha junto al sol y compara. Cortar la cabeza de Gorgona es la expresión de un fracaso pues muerta, convertida en cosa, carece de sentido. El pintor está obligado por la naturaleza de su arte a despojar a Gorgona de peligro y mostrarla, inofensiva y mansa, a los demás. Y no resulta fácil.

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La honradez es imprescindible en el arte pero no resulta suficiente. Sólo con honradez no se hace una obra de arte. Digamos que es condición necesaria pero que, si no va acompañada de otras cuerdas, el violín no suena.

Un problema diferente es cómo percibe el espectador la honradez artística -no la del artista, que no tiene nada que ver en esto- ya que es una virtud imposible de enseñar en el aula. El porqué, tantas veces citado por mí, de la honradez pictórica del maleante Caravaggio. Al menos el ejemplo rompe el consabido axioma de la personalidad como vasos comunicantes, tan querido por los psicoanalistas.