Pintura al pastel

 

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Sería mejor no hablar de las Femen, esas mujeres dedicadas a profanar lugares que son sagrados para los que somos creyentes. Voy a despachar el asunto: la tipa que se subió desnuda al altar de la Catedral de Colonia durante la Consagración no es Dios como escribía en su cuerpo sino una estúpida que se aprovecha de la templanza de los católicos, en un juego trucado y sin riesgo pues bien sabe que nada le va a suceder.

Les molesta que se diga esto pero, justamente porque a ellas no les importan mis sentimientos tampoco me importan a mí los suyos: deberían intentarlo en una mezquita o en el Muro de las Lamentaciones, en hora de máxima concurrencia.

Un nonato no es un quiste, ni un pedo. Nada de lo que te puedas desprender porque te molesta o te da la gana. Es una vida, un ser humano que todavía no ha sido alumbrado pero que ya posee un alma y está con nosotros en potencia. No es de nadie y por encima de los derechos de la embarazada están los derechos humanos, el primero de los cuales es el derecho a la vida.

El nonato no la obligó a copular sino que es el resultado de una cópula. Debió pensarlo antes, la solución no es cometer un acto criminal para evitar las consecuencias. No es lo mismo matar al nonato que vomitar porque se ha comido mucho y ha sentado mal.

«Mi coño, mis normas» -dicen. Y añaden: «Aborto libre y gratuito«. La insensatez, la podredumbre moral que revela la frase es un insulto a la inteligencia y a la sensibilidad. Confunden lo que es mera anatomía con la capacidad otorgada por el Creador para dar vida. Lástima que Bin Laden no pueda ya poner un poco de orden en este asunto.

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Los anecdotarios se alimentan de la edad. Los jóvenes apenas tienen nada que contar y los mayores, con menos futuro que pasado, distraemos el miedo viviendo hacia atrás, como si eso nos permitiera escapar de lo inevitable. Pero hay anecdotarios que son muy valiosos. ¿No es À la recherche un sin fin de anécdotas maravillosamente narradas?

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Teoría de la Evolución: un violento huracán pasa por una chatarrería y deja tras de sí un avión F-18 perfectamente ensamblado y operativo.

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La colocan en el apartado poetisas pero, conociéndola, debería estar en el de poetos.

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El hombre tenía la mirada turbia y sus manos ponían colores sobre el papel con una rapidez que asombraba al niño, su único público aquella tarde de domingo. Ponía dos rayas de color y el niño trataba de adivinar en qué se convertirían. No siempre acertaba pues a veces creía que el destino sería roca y terminaban en árbol. Al niño le gustaba mucho dibujar pero nunca había visto aquellas barras de colores que hacían aparecer el sueño de la realidad sobre un vulgar papel de estraza gris. Preguntó al hombre y le dijo que las barras eran pasteles. El niño pensó que le tomaba el pelo. El artista ambulante decidió que no valía la pena seguir gastando material y se puso a hablar con el niño. De pronto le preguntó si le gustaría tener una de aquellas pinturas. Al niño se le iluminó la cara y dijo que sí con la voz más firme que fue capaz de emitir. Entonces el pintor preguntó si tenía dinero en el bolsillo y sí lo tenía pues volvía de visitar a su abuela, quien le había dado para comprar golosinas. Sacó las monedas y el hombre las cogió con la misma rapidez con la que pintaba y entregó al niño una de las pinturas, un paisaje con árboles y un río plácido que llegaba desde azules y lejanas montañas.

El niño se fue con el papel de estraza enrollado, tal y como se lo había dado el pintor. Mañana se lo enseñaría a su padre pero hoy quería disfrutarlo a solas. Se encerró en su cuarto y desplegó la pintura. El polvo de color se había desprendido y nada quedaba de la magia que había herido su sensibilidad. Sólo unas rayas sin sentido, también borrosas.