Sobriedad y melancolía, dos paradigmas

 

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Dos paradigmas de nuestra cultura y lo que llaman carácter español son extranjeros. Me refiero a la sobriedad en la pintura de retratos y la melancolía en la música. Lo segundo es legado de los músicos flamenco-borgoñones llegados con Felipe el Hermoso, primero, y más tarde con su hijo Carlos.

El pintor favorito del emperador fue Tiziano, algo realmente extraordinario si se piensa el tipo de pintura al que Carlos V estaba acostumbrado. Hay que ver el retrato ecuestre del veneciano que está en El Prado (El emperador Carlos V en Mühlberg) que fue modelo por mucho tiempo para los retratos ecuestres de los Austria.

El trasvase de pinturas y pintores de los Países Bajos a España fue constante. No es posible entender la formación de una escuela nacional -si tal cosa hubo- sin la aportación flamenca. Felipe II mantuvo la relación con Tiziano pero no se dejó retratar por él. O tal vez el gran pintor se consideraba ya demasiado anciano para semejantes aventuras. Fue de nuevo un flamenco, Antonis Mor -pronto españolizado como Antonio Moro-, quien sentó las bases del retrato de la Corte española: personajes posando en un entorno generalmente cerrado, -sentados o de pie, sólo el busto o en tres cuartos-, en una actitud elegante, austera y sin especial hincapié en los símbolos del poder. Este modelo permanecería hasta la decadencia final, previa a la entrada en escena de los Borbones.

Antonio Moro fue un finísimo pintor en un estilo arcaico. Aunque viajó por Italia y admiró a Tiziano no parece que sintiera interés por la pintura aérea y de fuerte cromatismo que, con origen en Venecia y en el maestro Giorgione, estaba cambiando la sintaxis pictórica para siempre. Moro permaneció fiel a su dibujo preciso, de contornos cerrados y modelado por degradación del color, atributos habituales de los flamencos desde mucho tiempo atrás.

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Cuando Rubens visita España por segunda vez con una misión diplomática ante Felipe IV encuentra a un rey que no está interesado en los símbolos del poder. Si alguien ha sido competente en la pintura occidental para elaborar ciclos completos de glorificación del poder es Rubens. No hay que hablar del ciclo de Maria de Médicis o Banqueting House para comprender lo que Rubens hubiera podido hacer en las salas del Real Alcázar. Pero el Rey Planeta, -entusiasta de la pintura del gran flamenco pues llegó a reunir la más importante colección de sus obras-, sólo estuvo interesado en un retrato ecuestre y en el encargo de una serie de asunto mitológico.

Elliot y Brown recogen la impresión causada en el embajador francés, que visitaba por vez primera la Corte española. El obligado recorrido le hizo pasar por salas en las que se exhibían las hazañas militares de España y la extraordinaria colección de pintura y escultura de los Austria. Al llegar al Salón del Trono, anonadado por tanto arte y grandeza, encontró una estancia casi vacía, con el rey -vestido de negro y sin ostentar signo alguno de realeza- sentado en un sillón sobre un estrado. Nada más.

La impresión debió ser muy grande y de todo punto especial. El monarca más poderoso del mundo ataviado como un gentilhombre cualquiera y sentado en un vulgar sillón. Sin corona, cetro, manto de armiño o cualquier otro elemento habitual en la Corte francesa.

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Si pasamos de esta imagen a los retratos de Felipe que pintó Velázquez podemos hacernos idea de la elegante sobriedad de su representación. No es un hallazgo velazqueño ese despojamiento simbólico pues, como se ha dicho, fue establecido mucho tiempo atrás. A Velázquez le debemos la excelencia pictórica con la que elaboró e impulsó el modelo tradicional. La incorporación del estilo veneciano a la retratística española -estilo que significaba una vuelta atrás para seguir avanzando- y la puesta en obra de una pintura esencialmente visual en la que la inferencia por parte del espectador completa lo que el pintor no pone, sí son méritos velazqueños.

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Pero, ¿por qué un monarca tan poderoso podía ser contrario a convertirse en símbolo y mito? Además de por la tradición familiar, en la que su abuelo Felipe II representaba la cima del poder de España siendo un modelo a imitar, porque la sola representación de la persona bastaba para que el poder se reconociese. Como se ve, tras la aparente modestia, se encuentra lo que tal vez sea epítome de todos los orgullos.

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Por último: Rubens hizo el retrato ecuestre de Felipe IV y Velázquez debió descolgar el suyo para que la pintura del maestro de maestros ocupara su sitio. No podemos saber qué pensó al respecto nuestro primer pintor pero no deberíamos proyectar la figura del artista actual -con sus ideas de libertad creadora y todo el resto- sobre aquella época. Velázquez no tenía a disposición otra cosa que aceptar de buen grado y con empatía hacia Rubens lo decidido por el monarca. Cualquier otra actitud no sólo hubiese sido errónea sino -y esto es lo más importante- anacrónica.

El tiempo, implacable en sus juicios, ha terminado por preferir el gran retrato de Velázquez: sencillo, natural y sin necesidad de figuras revoloteando en torno al rey. Pero no hay que engañarse pues también es un símbolo del poder, aunque más refinado: los ojos enloquecidos del caballo, la corveta y la mano firme con la que Felipe IV sujeta las riendas bastan para entender quién manda.