Un Velázquez sin flema (2)

 

File 3 copia

 

De cuantas lecturas se han hecho del carácter de Velázquez pocas hay tan desacertadas -lo iremos viendo- como la del pintor solitario y aislado en una Corte funeral. No fue así ni siquiera en los años tristes para Felipe IV que siguieron a la muerte del príncipe Baltasar Carlos. Aunque el genio de la pintura estimó realmente al finado su muerte no le impidió seguir ejerciendo las actividades que más estimaba: la pintura, hacer de cortesano u hombre de gran mundo y cultivar la amistad con el rey en beneficio propio y de su familia.

Si Velázquez estimó la pintura de Rafael e hizo copias de los Ignudi de Miguel Angel en la Sixtina para usarlos posteriormente en obras propias (véase Las Hilanderas o Fábula de Aracne), su devoción estuvo con los pintores venecianos. Una situación complicada para un pintor de corte cuya mayor habilidad, en el momento de ser contratado, era el retrato. No es que los venecianos no supieran retratar –que lo hicieron espléndidamente– sino que a partir de Miguel Angel lo que adquirió notoriedad, al punto de ser santo y seña para ganar la consideración de gran pintor, fueron los cuadros de asunto –como se llamaron en España– o de istoria para los italianos.

Aunque su maestro Pacheco (el aprendizaje con Herrera fue una mera anécdota) era fiel seguidor de la teoría miguelangelesca elaborada por Vasari –es decir: un manierista– nada en la formación de Velázquez le había capacitado para desarrollarse como pintor de cuadros de asunto. Lo suyo, en la etapa de formación y primeros logros en el oficio, era la práctica de un realismo al uso, inmediato, en el que necesitaba de la presencia constante del modelo. Dice Pacheco en su Tratado que su yerno se granjeó la excelencia en el retratar desde muy joven gracias a tener a un aldeanillo cohechado (sic) al que retrataba una y otra vez en todas las posturas y gestos imaginables.

La persona decisiva en la biografía de Velázquez fue, paradójicamente, un pintor con el que guarda poca semejanza espiritual: Rubens. Los meses que el flamenco pasó en la corte española frecuentó la compañía del joven pintor de cámara y se permitió recomendar al rey que le autorizase viajar a Italia para progresar en el oficio. Velázquez es seguro que vio pintar a Rubens y debió quedar maravillado por la agilidad y técnica desplegadas. La comparación con la pesada pintura que él hacía en aquel tiempo tuvo que ser desoladora para el futuro genio.

Hasta ese momento, como obra realmente de asunto, Velázquez sólo había pintado El Triunfo de Baco o Los Borrachos, una pintura fascinante por la calidad de los retratos que contiene pero cuyas reglas internas no son sobresalientes. Nuestro pintor debía estar hasta las narices de las insidias de los otros pintores de cámara, todos ellos pintores de asunto y mediocres retratistas. Carducho, como buen seguidor de la teoría vasariniana, despreciaba el retrato pues creía que un buen artista no debía atenerse al aspecto real de las personas y cosas sino modificarlo para engrandecerlo. Era, pues, un cultivador del idealismo épico de Miguel Angel pero sin las dotes casi sobrehumanas de aquel.

Ya he señalado en otro lugar que, de no haber existido en la corte de Felipe IV un inmenso respeto por la obra de Tiziano, es probable que Velázquez no hubiera podido hacer frente a las intrigas y su desarrollo como pintor podría haber sido muy diferente. Por suerte para el joven pintor, Tiziano estaba muy bien representado en la colección de los Austria –la mejor de Europa con gran diferencia– y su natural afable le allegó la voluntad del rey y el apoyo de un maestro indiscutible en su tiempo como Rubens. Velázquez no defraudó y su estancia en Italia financiada por el monarca constituye por sí misma una segunda etapa de formación en la que debe poner en juego todo lo que sabe para dar un salto que lo aleje –aunque nunca lo hará del todo, ya se verá– de su inicial realismo caravaggista y lo sitúe en la pintura del gran estilo.

A la vuelta seguirá sabiendo pintar cabezas -mejor que nadie- pero ha aprendido a establecer la música callada del cuadro, la geometría oculta que permite situar a los personajes en la escena, crear relaciones entre ellos y que el espectador lea la obra como el artista desea que lo haga. Fue un gran progreso pero no hemos llegado todavía al lugar en el que se diluye la inmerecida flema de una vez por todas.