Un Velázquez sin flema (y 7)

 

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Toca acabar esta serie que se ha dilatado más de lo previsto a pesar de que he ido tocando temas importantes con bastante brevedad y sin las necesarias explicaciones adicionales. Así es internet y de ahí proviene, sin duda, la idea de autoritas que desprenden estos textos, algo no intencionado.

No es Velázquez un pintor fácil a pesar de que se nos aparezca con la sencillez del vaso de agua. Parece que todo está a la vista, que lo que vemos es exactamente lo que había en la escena que tuvo delante el pintor. No hay exageraciones dramáticas como en El Greco ni caricaturas trabajosas como en Goya. La realidad que nos representa Velázquez parece, a la distancia precisa, algo meramente retiniano, realista en el modo y ligero en la forma, hecho de primera intención y sin apenas elaboración mental.

No es extraño que los teóricos y pintores del siglo XIX –tiempo de su revalorización como pintor– lo tomasen por un realista que fue evolucionando hacia una suerte de impresionismo de grises, azules y tierras. Para darles la razón estaban las obras juveniles, pintadas en la ortodoxia del realismo de estirpe caravaggiesca. Imaginemos una línea que fuera desde El Aguador de Sevilla hasta el Mercurio y Argos (la última obra que pintó y que ha llegado a nosotros). No hay la menor duda de que puede fundamentarse en esa línea la evolución de un pintor realista y retiniano.

Pero ya hemos visto que no era ajeno a las teorías artísticas más avanzadas de su tiempo (aunque consistieran en dar un par de pasos hacia atrás, algo común en la historia del arte), así como a los emblemas y otras oscuridades. No llega a la indescifrabilidad de La Melancolía de Durero pero los teóricos actuales siguen dando vueltas al significado de sus obras. Teorías que son algunas francamente ridículas, como el empeño de Manuela Mena por encontrar un anillo actualmente desaparecido –según ella– de los dedos de Maribárbola (interpretación insostenible desde las radiografías de la obra) y que Jonathan Brown ha vapuleado con rotundo acierto, muy bien ayudado tanto por John Elliot como por Giles Knox (tal vez haya que plantearse si merecía la pena sacudir tanta estopa y por caballeros tan distinguidos a una autora cuyo rigor es más que discutible).

Para quienes no la conozcan debería yo publicar ahora mismo la lista de libros que aparecieron en su casa a la muerte del pintor, en la testamentaría hecha por su yerno Mazo, pero eso me obligaría a dejar de escribir –lo hago con prisa– y ponerme a buscar entre mis libros. Por ello me emplazo a publicarla aquí en mejor ocasión. Pienso que de su sola enumeración surge un pintor bastante diferente al usual.

Aclaro que en tiempos de Velázquez se poseían pocos libros, muchos menos que en la actualidad, y generalmente se leían y utilizaban. Da buena cuenta de ello no sólo el uso que hace el pintor en sus cuadros sino la experiencia habida con el escultor italiano Pietro Tacca, a quien ayudó a calcular el peso del bronce necesario y su reparto para que la estatua ecuestre de Felipe IV que aquel realizó (Velázquez no pudo traer a Bernini, que era el previsto inicialmente) se mantenga en equilibrio.

La habilidad fundamental de Velázquez, para decirlo cuanto antes aunque ya se haya dicho en otras partes de estas entregas, es hacernos creer que estamos viendo la realidad pura y escueta cuando lo que estamos viendo es la representación de una fábula. En tal sentido es mucho más hermético que Rubens y los pintores de esa escuela y, al mismo tiempo, menos evidente. Rubens nos pinta a Argos dormido bajo el influjo de la flauta de Mercurio (o Hermes, como se quiera) y a éste en el acto de blandir la espada para degollarlo. Todo a primera vista, directo e inmediato.

Véase el cuadro de Velázquez con el mismo tema: sabemos que son los dos personajes de la fábula porque uno de ellos lleva un casquete en la cabeza con algo que parecen alas y una flauta de Pan en la mano. De la espada nos damos cuenta más tarde, cuando ya sabemos de qué se trata, y la bella Ío está representada por una vaca bastante corriente. No en vano lo que se llamó en un primer momento La Fábula de Aracne terminó en Las Hilanderas, un título costumbrista para lo que se suponía una escena en el interior de un taller de tejedoras. Sólo cuando alguien se dio cuenta de que lo representado coincidía exactamente con el episodio narrado por Ovidio en Las Metamorfosis comenzó a verse la obra con otros ojos.

Están ahí todos los elementos de la fábula pero Velázquez, como resulta habitual cuando se estudia su obra bajo esta luz, modifica o invierte la importancia de lo narrado o de sus personajes. O, en este caso, nos cuenta dos momentos diferentes de la fábula en modo sincrónico: atrás, como personajes secundarios, podemos ver a las dos protagonistas del drama –Palas Atenea y Aracne– junto a unas cuantas damas de corte en lo que sólo puede ser el momento en que la anciana se revela como diosa, armada con sus atributos guerreros, y está dispuesta a descargar un lanzazo sobre la infeliz presuntuosa.

En el primer plano vemos el desafío propiamente dicho, Aracne y Palas en el acto de tejer. Y aquí manifiesto mi disenso con Brown pues la anciana que enseña la pantorrilla sólo puede ser la diosa. ¿A qué si no semejante salida de tono? Ese fragmento de pierna no corresponde con el atuendo del personaje, claramente disfrazado –véase el embozo con que cubre parcialmente su cabeza–, pues se trata de una pierna tersa y de buena proporción, impropia de una anciana.

Están tan embebidos los sabios en interpretar para nosotros las oscuridades velazqueñas que no vale la pena repetir lo que puede leerse en sus obras. Creo que el inteligente lector sabrá conceder que la habitual lectura de la pintura del genio es bastante corta de vuelos. El realismo chato, sin fondo, desapareció muy pronto de su trabajo. No cabe imaginar una línea que vaya de Velázquez a Courbet y de éste a Antonio López y el realismo contemporáneo. No existe tal cosa salvo forzando los hechos al punto de falsearlos. Velázquez es un pintor de su tiempo en este tipo de cosas y, como buen barroco, utiliza la realidad para sus fines y no se somete a ella. Sin embargo su habilidad con la pintura, su precisión en el dibujo (sin que haya líneas o perfiles por ningún lado) y su dominio del croma y los valores nos llevan a pensar lo contrario. Pero esta es la habilidad y sutileza del pintor de pintores: hacernos creer que estamos viendo la realidad cuando lo que nos ha puesto delante es una fábula. Y en tal sentido, lo que pudo ser considerado un fallo grave en su tiempo –la necesidad del pintor de partir del natural y tenerlo a la vista–, es justamente lo que hoy nos lo hace aparecer tan grande.

No olvidemos que en aquel tiempo el grado más alto para un pintor es el que los tratadistas llamaban Inventor, esto es, el que domina de tal modo la anatomía humana y cualquier otro asunto representable que puede inventar el cuadro por completo. Tal es el caso de Rubens. Y justo lo contrario: el grado más bajo es el de Copiante, una etapa en la formación en la que el natural resulta imprescindible. Como he apuntado antes, Velázquez parece burlarse de todo esto e invierte por completo los grados, preludiando así y dando entrada en la pintura a una sensibilidad más afín a nuestro modo de sentir las cosas. No es banal que tanta gente en los siglos XIX y XX haya querido incardinarse en su genealogía.

Pero todo esto, y quizá sea lo principal, no pudo hacerse con teorías ni conceptos y en tal sentido Velázquez es un milagro. Como otros genios verdaderos –cuidado con esto pues en la actualidad surgen cuatro o cinco cada mes– su facilidad es inexplicable. No se tienen esa mano y ese ojo por mucho que uno se entrene. Ha habido, y hay, miles de pintores muy bien entrenados pero no sé de ninguno que haya podido dominar de tal modo la representación de lo visible, contar tanto con tan poco y hacer que el hecho de pintar no parezca un oficio sino un don divino. Cualquier pintor que se coloque junto a Velázquez parece eso, un pintor. Sólo el genio de Sevilla nos hace creer que estamos donde él nos pide que estemos. Qué grandeza de alma se necesita para ello.

 

 

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