Un Velázquez sin flema (5)

 

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En su primer viaje a Italia Velázquez fue a aprender, en el segundo a enseñar. No parece el mismo pintor y ahora es un gentilhombre, famoso por su elegancia y virtud. Para asegurar esto último se cuenta lo sucedido a un joven cortesano impertinente que pierde el respeto al pintor del rey. Su padre, apenas tiene conocimiento del hecho, obliga al joven a pedir disculpas y le reprende con ira: faltar a Velázquez es como hacerlo al rey; en tanta estima tiene Felipe IV a su pintor a causa de las muchas prendas que adornan su carácter.

Pero también hay sinsabores: según Cassiano del Pozzo, secretario del cardenal Barberini, el retrato que de éste hizo Velázquez le fue rechazado por demasiado melancólico y severo. No todo el mundo acepta el troppo vero.

Será Juan Banderamen (Jan Van der Hammen, pintor flamenco afincado en España, excelente bodegonista y pintor de flores) quien terminará llevándose el encargo. Pero el rechazo no impidió que Velázquez fuese invitado por el cardenal a residir en su palacio romano, el famoso Belvedere.

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He comentado el asunto del más que probable hijo de Velázquez, cuya madre italiana no conocemos con certeza hasta la fecha. Dejémoslo ahí y centrémonos en algo que parece ajeno a la bonhomía de nuestro pintor: la venganza. O mejor: la venganza en frío. Tal vez nunca pudo olvidar las vejaciones a las que fue sometido por los pintores italianos de palacio, al punto de tener que mediar el mismo rey y obligar a que se celebrase una suerte de justa o torneo con exposición pública de las obras (estuvieron colgadas en la calle del Arenal de Madrid). La herencia torcida de Buonarroti contra él. Ahora nos parece ridículo el debate y sólo pensar que aquellos más que mediocres pintores pudieron amargar los días del genio nos mueve a risa: las principales salas del Prado están dedicadas a las obras del sevillano y en los almacenes estarán dormidos los cuadros de los charlatanes. No hay causa pero sí la hubo para Velázquez.

Apenas llegado a Roma retrata a su esclavo, criado y ayudante Juan de Pareja, un mulato leal y estimable al que no tardaría el pintor en conceder carta de libertad. Para que le acepten en el selecto grupo de I Virtuosi Velázquez hace posar a Pareja junto a su retrato. Y triunfa, hoy diríamos que barre.

Llega a rizar el rizo, no sólo hace un triple salto mortal en el reino de Miguel Angel –a quien, sin embargo, estudia cuidadosamente como se verá en las obras pintadas al regreso– sino que proclama que no hay nada por encima del retrato. Aquel pintor a quien se acusaba de no saber pintar más que cabezas afirma ahora, con una maestría inigualable, que no hay nada superior en la Pintura a una cabeza bien pintada. Y lo demuestra con ese soberbio retrato del cocinero o barbero del Papa Inocencio, un cuadro realmente difícil e ingrato –sin una sola concesión a lo artístico– pero ante el que los amantes de la buena pintura no pueden hacer otra cosa que caer derretidos.

Su fama vuela por Roma en tal modo que el Papa le concede unas sesiones de pose para un retrato. Debieron ser pocas a tenor de la rapidez, el fa presto, con el que hizo la pintura. Uno de los grandes retratos de toda la Pintura.

¿Tenía presente todavía a Carducho? Es probable que no y que la fría venganza citada más arriba sea un espejismo; tal vez sólo estamos ante la consecuencia natural de un temperamento pues, en definitiva, el estilo es el hombre y sólo eso.

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Inocencio sí se aceptó como era. Velázquez no practica la idealización cuando retrata, pone lo que ve y sólo lo que ve: ni añade ni resta, deja a la persona a solas consigo misma; llega a preferir los fondos neutros, impalpables, metafísicos se diría. Pinta como un taquígrafo, su pincel no necesita perfilados ni límites: roza la tela y ya nos está ofreciendo información veraz, podemos creer que nos está diciendo sólo la verdad. No lo verosímil sino la verdad. La penetración psicológica no es –como banalmente podría pensarse, a lo Bacon– una interpretación animosa del pintor sino el resultado de la honestidad con que mira y transmite lo observado. Tampoco exagera o hace caricatura como Goya, eso es más fácil. Tiene el raro y extraño don del chi’i, no es la mano quien mueve el pincel sino el cerebro. O digamos que alinea perfectamente mano, ojo y cerebro. No hay interferencias ni perturbaciones: lo que el ojo ve es convertido por el cerebro en signo pictórico eficaz gracias a un gesto de la mano. Preciso y económico.

Hace años me advertía Antonio López en una visita al Prado a puerta cerrada lo poco generoso que es Velázquez pintando, cómo nos ofrece lo justo para que veamos y nada más. Me chocó entonces y creo que el pintor realista se equivoca. No se trata de generosidad o avaricia sino de la visión natural: para qué poner más si a la debida distancia ya está todo en la imagen y de un modo mucho más cierto y eficaz. Velázquez, que lo fue todo en la pintura de detalle como prueban El aguador o La vieja friendo huevos, sabe que el detalle es innecesario cuando color, valor y signo pictórico se colocan con exactitud en el lugar que corresponde. Para qué más.

Sin olvidar que Velázquez es, esencialmente, un pintor de figuras; todavía más: un retratista. Está muy lejos del bodegonista que es Antonio López o, si se quiere, pintor de naturalezas muertas pues un edificio de la Gran Vía no es tanto un paisaje como un objeto en un bodegón de considerable escala. Por eso puede ponerle detalle, todo el que quiera. Y en ese sentido Antonio López es lo opuesto a Velázquez pues mientras el genio sevillano pelea por abrir la forma, por anular sus límites en el espacio, el de Tomelloso cierra, los busca con precisión florentina, dónde están y dónde la forma acaba. Y le da igual un membrillo que una figura pues todo lo trata del mismo modo, de ahí que pase con tanta facilidad de la pintura a la escultura, algo que nunca hubiese podido hacer Velázquez.

Disculpen por esta digresión pero me parecía necesario poner un poco de orden en algunas afirmaciones muy poco analíticas. Ni Antonio López es un nuevo Velázquez ni el hecho de no serlo le resta grandeza. A cada uno lo suyo.

 

(continuará)

 

Como resulta evidente todos las ilustraciones de esta serie de textos corresponden a detalles de Las Meninas, en algún caso a escala real.