De un solo golpe

 

Maniquí

 

No hay sombra que pueda con este plomo pegajoso y ardiente que cae del cielo. Hace un momento hemos dejado atrás Burguillos, el del cerro pelón, con la ruina parda tostada del que fue amenazador castillo en las tierras fronterizas del Ducado de Feria. La marquesina de una gasolinera sobresale, agresiva, y salta a los ojos, destacando sobre el cielo incoloro por tanta luz.

Los desmanes del tiempo, visibles en unos planos de hace un par de siglos. Qué santa paciencia o qué remedio si con eso se ganaba la vida para dibujar pueblo tras pueblo. Vamos hablando de Ruth M. Anderson y de Hielscher; de pasada también del fundador de Seat y sus carbones, anacrónicos en un tiempo en el que el pictorialismo ya había tirado la toalla.

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Algunas personas se van y no queda su vacío sino la huella de nuestra propia estupidez para con ellas.

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Cualquier mentira podría haber sido verdad pero resulta traicionada por la satisfacción con que fue dicha.

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Cuando yo era joven andaba por allí un crítico de arte muy famoso y de ideología marxista. En realidad el sujeto pertenecía a la clase terrateniente del sur y se había hecho con un hombre pobre del campo para su servicio personal. Como colofón de tal servicio estaba el de acompañar al señorito en los debates y mesas redondas que, en aquellos años, solían girar sobre los términos arte y política.

En algunos momentos, cuando se llegaba a un impasse en la discusión, el crítico de arte podía salir con la siguiente: «Aquí hay un representante de la clase obrera. Que opine» y el asalariado, cómo no, soltaba un invariable: «Tiene razón Don Fulano«. Al crítico le molestaba algo el Don pero no tanto como para prohibírselo.

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Cuántas veces se confunden luz y color, sin tener en cuenta que a más luz hay en la escena menos color tendrá. De este modo algunas personas confunden pinturas de colores chillones con pinturas de mucha luz. Y es justo al contrario: un tranquilo Daubigny representa mucho mejor la luz con una gama corta pero bien atemperada que el exaltado Van Gogh. Hablo de la luz real porque de la otra ya se han ocupado los expresionistas, tan proclives a la exageración y el engaño.

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La belleza del mundo sólo es transmitida a nuestra sensibilidad por la luz. Un esteta del siglo XIX que fuera amante de Rafael y su escuela, me acusaría de estar ocultando la belleza intrínseca de la línea o, mejor, de su desarrollo en el plano. Olvidaría que tal belleza es producto del adiestramiento de los ojos y no de la sensibilidad natural. El más modesto elemento de la realidad, y también el más informe, pueden alcanzar un momento de grande e intensa belleza gracias a la luz. No hay ningún otro elemento revelador de lo real que nos sea permitido percibir que cumpla ese cometido con igual eficacia.

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Cuando un pintor es realmente bueno no necesita representar los detalles. Le basta con crear equivalencias. De ahí el desconcierto de algunos espectadores cuando se acercan a la superficie pintada –ojo, porque como gustaba de repetir Rembrandt, la pintura es venenosa– y no consiguen ver más que una extraña trama de direcciones, croma y texturas. Esa pintura que el conocido tratadista llamó de borroncillos crueles (donde cruel equivale a crudo) y el italiano, más poeta, dal colpo all’anima.