Las nieves del tiempo

 

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La noticia es que Antonio López ha acabado su retrato de la familia del anterior rey. Los medios insisten mucho en que ha tardado veinte años, un tiempo que fue muy cantado en los tangos y en los cafetines cubanos (que veinte años no es nada… si me quisieras lo mismo que veinte años atrás…)

Las cifras temporales forman parte de la leyenda de Antonio. Desde que yo era joven. La gente, infatigable, pondera y valora siempre su tardanza en acabar. Cualquiera que no sepa de qué va esto puede pensar que el pintor ha estado esos veinte años dale que te pego, poniendo y tal vez quitando. Pues no, es un pintor bastante rápido resolviendo pero se cansa de los cuadros y los deja arrinconados hasta que les vuelve a coger el punto o la luz viene a ser la del año anterior, aunque esto último debe ser más bien deseo que realidad pues si alguna cualidad tiene la luz es la de no repetir ocasión.

Dice el pintor que sabe cómo empezar pero no cómo terminar un cuadro. O sea que sabe lo difícil porque los cuadros se acaban solos o terminan contigo. Si a uno le dejan tiempo, todo el que quiera, se vuelve moroso en la pincelada y se arrastra más de la cuenta, buscando una perfección que a nada conduce. Es mejor tener prisa o que no te dejen demasiado tiempo con la obra pues así el pintor se vuelve expeditivo y aprende a resolver problemas complejos de modo sencillo.

Y ahora toca mojarse sin haber visto el retrato: el requisito primordial de este tipo de pintura es el parecido de los modelos y en eso Antonio no falla (hubo una pintora que sí falló, que se entretuvo tanto en las gasas y veladuras que no supo dar los retratos; y eso, en gente cuya cara anda en las monedas, es un problema muy serio). Pero ¿será una buena pintura? Es lo que hay que ver.

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Ha pasado casi una vida. Aquel 1968 Antonio era un profesor de 32 años. Nevaba fuerte, con insistencia, sobre un Madrid que se volvía campo allí mismo, en los descampados de la Ciudad Universitaria. Campo y desmontes con restos humanos que los estudiantes recolectábamos como si fueran níscalos o monedas romanas. Las calaveras valían una bolsa de arcilla para modelar y del depósito de la clase de escultura me robaron la mía, una calavera intacta, con su tiro de gracia en la sien que la hacía doblemente valiosa.

Pero estaba cayendo nieve y había dos cuartas en el suelo. Yo miraba distraído por un ventanal y vi a Antonio –Antoñito entonces– salir al exterior. Cogió un puñado de nieve, la apretó haciendo una bola y se estuvo un rato mirándola, pensando Dios sabe qué. Fue un momento de empatía aunque hubiera un cristal por medio: a la habitual dulzura de su mirada, que puede ser acero cuando quiere, venía a sumarse aquel interés en lo nimio, como quería Joyce, capaz de ver las olas del mar en la manga de una chaqueta.

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En el sueño Antonio seguía teniendo 32 años. Debíamos estar metidos en el agua hasta las rodillas pero no sé por qué ni qué hacíamos allí. Él decía una y otra vez: ¡Qué profesional! –y el tono era de sarcasmo.

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Todavía hay gente que cree en el valor cultural del arte moderno sin tener en cuenta que, aparte de su radical simplicidad que lo hace tan aburrido, es una de las primeras fuentes de blanqueo de dinero. En el arte moderno se dan cita todas las vergüenzas de nuestro tiempo, de las drogas al negocio de las armas. ¿Cómo piensan que se financiaron los nazis en sus escondites salvo vendiendo arte a través de marchantes y galeristas? Hijos e hijas de criminales de guerra dedicados a limpiar dinero contaminado por el humo de los hornos crematorios. Amén.

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Nunca había visto una cigüeña matando otra ave y aquella se la llevaba en el pico –un despojo emplumado y lacio, entre gris y negro– hasta el tejado de una iglesia. Cómo no subir a ver aquello de cerca. Andando por la cornisa pude llegar a una cubierta plana en una de cuyas esquinas estaba el nido. La cigüeña dejó de tener interés, desapareció de hecho, y el problema pasó a ser bajar de allí. No había puerta ni escalera a la vista, ¿cómo subían si no había modo de bajar? En una esquina encontré una chapa ondulada que parecía esconder la salida. La empujé a un lado pero lo que fue escalera de piedra estaba derruida y cegada. Había que pedir ayuda, menudo drama.