Dificultades

 

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Los instintos del ladrón y del espía no son muy diferentes: ambos comercian con objetos robados. El valor de lo que venden depende de la voracidad del comprador. En ambos casos se trata de robar propiedad ajena.

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Erik el Belga, contra la opinión generalizada, no comenzó delinquiendo sino comprando todo aquello que vendía la Iglesia Católica a través de sus párrocos. Corrían los tiempos del Concilio Vaticano II y su extraño interés por aparentar pobreza donde ya existe y lo que relumbra es sólo un legado que la Iglesia conserva pero que pertenece a los fieles.

A Erik lo hizo delincuente el deán de cierta catedral poseedora de una maravillosa sillería de coro. Se la ofreció al entonces anticuario con tienda en Bélgica y éste la compró, desarmó, embaló y transportó fuera de España. Cuando se armó la marimorena el deán –hombre seguramente timorato por no decir cobarde– no encontró mejor salida que decir que había sido robada. La conclusión fue evidente pues el belga no ocultó lo que a todas luces era un negocio legal entre partes: terminaron por identificarle y ordenar su busca y captura. A partir de ahí comienzan sus fechorías. Coloca cerca del Patrimonio Histórico a un tipo habilidoso, fuerte, bien entrenado en lo físico y capaz de violentar cualquier cerradura o trepar cualquier muro y has creado un serio problema. Hoy vive los últimos años de su vida retirado de toda actividad y pintando sus originales falsos, que coloca en el mercado norteamericano.

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Toda mujer se convierte en diosa de la fecundidad cuando se agacha y coloca su trasero en el primer plano visual. Da igual que sea fregona o marquesa. No lo digo yo, lo dice Márai en uno de sus libros pero no recuerdo sus palabras exactas.

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Junto a la entonces nueva Escuela de Bellas Artes, hoy facultad, estaba el edificio del INEF, una institución dedicada a los deportistas. Por allí se veían unos ejemplares humanos dignos de figurar en uno de esos documentales petardos de la Riefenstahl. Y allí nos colábamos tres o cuatro a disfrutar del magnífico festín que ofrecía el comedor: pasta, carne y una botella de leche. Comían como Heliogábalo y nosotros, magros y resecos, nos llenábamos enseguida pero estaban las bolsas y mochilas para completar el bolo estomacal. En ellas vertíamos con más o menos cuidado comida suficiente para varios días. El camarero, un madrileño castizo de los que ya no quedan, nos miraba y se tronchaba de risa: ¡Deportistas, eh! ¡Deportistas! Y seguía trayendo filetes poco hechos.

Una vez nos arreglamos un poco y nos metimos en un festolín del Círculo de Bellas Artes, cuando todavía era el de verdad y no esta delegación de algo absurdo en que lo han convertido. Había por allí unos ancianos, artistas la mayoría, que ya apenas podían usar las manos pero antaño dueños de un buen oficio. Gente tranquila, crepuscular y con la que era mejor no trabar amistad para no tener que pasar por un pronto duelo.

Allí nos camuflamos, o eso creímos, y nos dimos un festín. Recuerdo especialmente el postre: una tarta deliciosa de la que el camarero –también simpático y solidario– no dejaba de servirnos raciones enormes. Creo que salimos con la pesadez de estómago del león que se ha comido él solo a una cebra y ha de tumbarse cuanto antes. No recuerdo si dormí dos o tres días seguidos.

Lo que no llegamos a hacer fue meternos en una boda de postín porque no teníamos trajes ni condiciones: la mayor parte andábamos desgalichados y con la ropa en estado sospechoso por la falta de jabón y lejía. Pero sabíamos que había quien se metía y ponía hasta arriba en la más absoluta de las impunidades pues, en bodas tan concurridas, nunca hay modo de saber –y nadie pregunta– si aquel de la esquina es de la parte del novio o de la novia. Hablar de lugares comunes, llamar a los novios por su nombre de pila y está hecho.

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El objetivo del arte no es la habilidad pero sin ella difícilmente puede haber arte. Si entendemos que Freud, cuando analiza unas cuantas obras para ver si les puede encajar sus ideas sobre el inconsciente, marra y se queda enganchado en cuestiones triviales no debemos dejar de reconocer, sin embargo, que la idea del arte como un relato personal, una autobiografía, un autorretrato, es bastante brillante aunque no del todo verdadera. De ahí el desconcierto, la capacidad para juzgar la obra ajena y la dificultad para juzgar la propia.