Lavar los pies

 

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Lo que son las cosas: en un solo día han entrado en este blog 703 personas o veces, a saber. Todo por un título con intención de absurdo: fotografía egipcia.

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El mismo día han muerto dos amigos. Hay que acostumbrarse a la pena porque todo lo que viene es enfermedad, muerte y pérdida. Nada se puede hacer. Pasó la mayor parte de la vida y sólo quedan los últimos peldaños. Sería tremendo poder contarlos con exactitud.

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No sé si estoy pintando mejor que nunca o peor que nunca. No lo sé porque yo no me veo y no tengo el menor interés en que otros lo vean, al menos por el momento. No sé si esta desgana hacia la opinión ajena se irá algún día. Cómo no recordar el nerviosismo previo a las inauguraciones, la incertidumbre y –alguna que otra vez– el espasmo muscular nervioso.

Pero entonces creía que el juego era limpio, no me daba cuenta de que las cartas siempre están marcadas. Si me lo hubieran dicho habría pensado en chaladura, en un disparate como el de aquel tipo polvoriento –y con el que, ahora pienso, me hubiera gustado hablar– que colocaba un cartelillo sobado a la entrada del Prado en el que podía leerse: Picasso y la gran mentira del Guernica. Qué tendría en la cabeza, a qué le llamaría mentira.

Quería ser pintor para pintar el mundo: los montes, las rocas y las olas, el cielo y la mar cambiantes. Qué ingenuidad de niño chico. Vino la adolescencia y con ella la admiración por lo raro. Un paso más y la profesionalización. El resto ha sido desandar lo andado, olvidar la profesión, convertirse en un pintor amateur, dominguero, aunque pinte casi todos los días. No vivir de ello y no querer hacerlo, ni ganarse la vida enseñando a otros. Esa es la libertad, al menos como la entiendo ahora, y no la pintura por metros mientras llega la inspiración.

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No era tan docto como Zóbel pensó. Había visto un libro de dibujos de aquel autor pocos meses atrás y me había quedado con el estilo, con esa caligrafía que es propia de cada uno y que hace que yo trace una raya diferente a la que trazarías tú ante el mismo motivo. A esa diferencia, cuando no interfiere la voluntad expresa, la llamamos estilo y por eso el maestro en el erial decía que el estilo es el hombre.

Verano del 71. Estaba alojado en casa de Mitsuo Miura y Nacho Criado. Aparecieron Bonet y Rivas que venían haciendo entrevistas para un diario sevillano y nos hicimos amigos: parecida edad e intereses. Bonet y yo estábamos aquella tarde invitados al estudio de Zóbel. Con la indelicadeza propia de los jóvenes, tras ver las obras que quiso enseñarnos, me fui a mirar de cerca un dibujo que estaba colgado en la pared. Un estudio a lápiz de las ancas de un caballo. El dueño del dibujo me dijo que si adivinaba el autor me lo regalaba. No lo dudé porque sabía de qué mano habían salido aquellas líneas.Dije el nombre y Zóbel se quedó parado. Bonet miraba la embarazosa escena. Al fin habló Zóbel para decir que no podía regalármelo pero que sí me regalaría un dibujo propio. Lo firmó y dedicó y está colgado en casa, a pocos metros de donde escribo estas líneas. No me llevé el gran premio pero fue el principio de dos amistades que fueron buenas mientras duraron.

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No me llevé el premio porque nunca me toca nada. Sólo una vez y hubo truco aunque yo era demasiado pequeño y bobo como para darme cuenta. Antes de las vacaciones de Navidad sortearon en el colegio unos juguetes. Nos dieron un número a cada uno y mi profesor favorito puso en el lote una caja de piezas de madera que servían para construir cosas. Otro de los profesores vino y me preguntó que número tenía yo y me tocó el juguete, claro.

Aquel profesor es ahora muy anciano y obispo emérito en Brasil. Se hartó de las clases y se fue donde hacía falta. En una carta me contó que lo de obispo era un decir, que realmente conducía una ambulancia para llevar gente a un hospital muy alejado. Cuando los Sin Tierra pasaron por su diócesis abrió las puertas del templo y les lavó los pies. No hizo declaraciones, sólo les lavó los pies.