Un mentiroso

 

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He pasado la mañana en Hervás y después del trabajo he dado una vuelta por el barrio judío. El pueblo sigue estando bonito –hacía bastantes años que no lo visitaba– salvo por unas construcciones que han levantado en la colina al otro lado del río. Chalets con pretensiones, de un estilo sin nombre que une a Disney y Manderley con unos toques de Gaudí. La mansión soñada.

Pero en el pueblo el caserío se va manteniendo. He subido desde el puente viejo, en el que alguien puso como hito –en el centro– la tapa del sarcófago de un noble medieval. La lluvia y los hielos se lo han comido y apenas se distingue ya el cuerpo pues la cabeza debió ser arrancada muchos años atrás. Resulta curioso que quien se dice que fortificó el lugar y levantó la iglesia primitiva fuera sacado en efigie y colocado de ornamento al capricho de las inclemencias del tiempo. ¿Sería para meter miedo al viajero que llegara cruzando las montañas? Quién sabe.

El puente es bonito y la garganta de agua fría que baja desde la nieve (quedan retazos en los picos lejanos que hacen el efecto de las pinceladas breves y sueltas que pone Velázquez en los fondos de sus retratos de caza) resuena contra las rocas de granito que salpican el cauce. Como otros puentes pequeños tiene problemas porque todavía pasan camiones por él para sacar la madera de los bosques de castaños y lo han reventado.

La mujer que me acompaña en el paseo me dice que el turismo ha aumentado mucho –el doble, parece– desde que recuperaron la judería y airearon su existencia. En Trujillo estuvo entre la calle Tiendas y la del Gurría. He visto el umbral de la sinagoga en los sótanos de una casa. Es irrecuperable y hay que confiar en la cordialidad de María Teresa Zubizarreta para ver lo poco que queda. Después del paseo, para despedirnos, tomamos café en el Hotel Sinagoga, como no podía ser menos.

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Dice el maestro: ¿Qué es lo más importante al pintar un paisaje? Y un discípulo responde: Que se pueda respirar el aire. Y otro: Que se pueda caminar por él. Otro más: que se puedan oír las moscas. Y yo que no tuve a ese maestro: Todo ello y que al mirarlo sientas que ya has estado allí.

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En el libro que ando leyendo Nancy Mitford escribe a Evelyn Waugh que Francia se halla al borde de una revolución comunista (es la postguerra) y que haría bien en no aparecer por París.

Liberada Francia por los aliados sólo los comunistas, que han participado activamente en la Resistencia, tienen armas y están organizados. Obedecen fielmente las consignas de Moscú y andan dispuestos a armarla. Stalin envía a Molotov para ordenar a sus partidarios en Francia que boicoteen la economía, depauperada por la Ocupación alemana y el Gobierno de Vichy. Los rumores de que Truman no está por la labor de despedazar Alemania más de lo que  ya está y que anda viendo con el general Marshall el modo de ayudar económicamente a los europeos (su idea era que las guerras se ganan a cañonazos pero la paz sólo se gana poniendo dinero) se está confirmando. Boicotear a su país es condenar al hambre a muchos de sus compatriotas pero a Thorez que, habituado a la lujosa dacha rusa en la que ha pasado la guerra muy relajado –tras desertar– y vive ahora en un palacete en Choisy, no le tiembla el pulso ni siente remordimientos. El de la cara recauchutada ordena huelgas por todo el país. Se paran la industria y los servicios. Los escasos alimentos que se producen no llegan a las ciudades. Fatalmente es un crimen por error lo que rompe su estrategia: creen los comunistas que en un tren que va hacia el Norte  el gobierno envía fuerzas de choque para reprimir a los mineros. Vuelan el tren, en el que no viajan soldados sino civiles, y matan a mucha gente. El suceso conmociona Francia y el cínico Thorez hace que estalle una granada (alemana, claro) en su jardín para desviar la atención. Pero no hay modo de que la gente se lo crea. La siguiente fatalidad es que un parlamentario liberal le pregunta en la Asamblea si, en el caso de que la Unión Soviética decidiera invadir Francia, lucharía junto a sus correligionarios rusos o con sus compatriotas franceses. Thorez se atasca, balbucea, no puede disimular y hace el ridículo.

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En las letras mandan Sartre, su compañera Simone de Beauvoir y Merleau-Ponty. Desde sus despachos en Gallimard pontifican, juzgan y condenan. Simpatizan con el Partido Comunista y miran para otro lado cuando oyen hablar de los crímenes de Stalin.

Merleau-Ponty se ensañó con Koestler. Éste había participado en la Guerra Civil española; era un hombre valiente, y había renegado del comunismo. Mal asunto porque los comunistas preferían a un fascista antes que a un renegado. El profesor de filosofía, en sus escritos contra Koestler, justificó los juicios de Moscú de 1936, alegando la imprescindible firmeza que el comunismo estaba obligado a mostrar contra sus adversarios externos e internos.

Para que no faltase detalle Beauvoir metió la cuchara en la diatriba o, más bien, auto de fe. Dijo abiertamente que Merleau-Ponty, Sartre y ella subordinaban la moral a la Historia, siendo plenamente conscientes (sic) de que la moral era el último reducto del idealismo burgués.

Camus, el mejor de todos ellos, se indignó tanto con la persecución a Koestler que retiró el saludo a Sartre. En cuanto a la Beauvoir, nunca fue persona de su agrado.

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No hace tanto se creía que la risa sólo pertenece a los humanos (y no fueron pequeñas las discusiones de los teólogos medievales sobre si Jesucristo rió alguna vez) pero se ha visto que no: la risa existe en otros mamíferos aunque se exprese de diferente modo. Después se pasó a considerar que lo realmente humano es la mentira pero observaciones recientes de primates han puesto de manifiesto que saben mentir igual de bien que nosotros. En un experimento reciente  los científicos ponen a disposición de los monos un montón de frutas apetitosas. Según el habitual esquema jerárquico come primero el macho alfa y sólo cuando éste se harta permite que empiecen a comer los del rango siguiente. Pero hay monos de un rango muy inferior que no pueden participar del banquete, así que optan por emitir los gritos de alarma que señalan la presencia del depredador. El macho alfa y su grupo salen a toda leche hacia refugios seguros y el mentiroso se queda con lo que resta. Ya se decía que el hambre aguza el ingenio.