El gusto y los colores

 

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Si tuviera veinte años, incluso treinta, es muy probable que estuviese encantado con esta izquierda pilosa y tropical. Pero el tiempo me ha cargado las piernas de plomo y puede que algún trozo haya ido al cerebro, sin avisar. Miro por el retrovisor y veo el engaño, el revés de todo esto. Ya me engañaron bastante entonces, cuando creía que comunismo y democracia eran la misma cosa. Hizo falta recorrer las tierras de sangre y vivir la vida del trópico, también ensangrentado, para afianzarme en la idea de que la democracia burguesa, por imperfecta que sea, es mucho mejor que el gobierno de los fanáticos. Les tengo mucho miedo porque están seguros de lo que dicen, o al menos aparentan estarlo, y yo no estoy seguro de casi nada. Tengo unas convicciones muy leves, tanto que no mataría por ellas.

En Cuba, salvo los que viven del gobierno, no hay nadie que no desee la libertad. Una libertad que les sirva, al menos, para ir donde les dé la gana o para no levantarse a trabajar; para que no les den la lata con las obras completas de algún déspota mientras trabajan y, bastante más sencillo, para masticar lo que les venga en gana. La extensión de la pobreza no es libertad.

Hicimos de Trotsky un héroe porque lo mandó matar el monstruo Stalin y olvidamos la brutal represión de Kronstadt y la muerte de diez mil trabajadores asesinados por bolcheviques a las órdenes de Trotsky. Fríamente, porque no eran de la misma cuerda y estaban más a la izquierda, eran consejistas y anarco-sindicalistas, personas contra el partido único. Cuando el criminal Mercader lo mató estaba cumpliendo –además de las órdenes de Stalin– el vaticinio: Quien a hierro mata, a hierro muere.

Si hubiera sido a la inversa, Trotsky en el poder y Stalin en el exilio, el primero no hubiera dudado en enviar al mismo Mercader a terminar con el rival. Era asunto de herencia, la lucha por heredar el reino de otro tirano cuyas manos chorreaban sangre.

De igual modo que un snob no aceptará que si disfrutas de un tango o una copla puedas hacerlo también de cosas más complicadas, para un comunista serás de derechas si no estás con él a todo. Qué visión tan juvenil del mundo y de la vida, qué simpleza.

Pues claro que la educación cubana –como la gimnasia rítmica soviética– es estupenda. Y lo era la sanidad antes de cambiar médicos por petróleo con Chavez pero, por seguir con las simplezas, no encaja con la idea de paraíso el que no te permitan salir de él, que levanten muros, alambradas y cierren de tal modo la posibilidad de escapar que puedan suceder cosas tan lamentables como el episodio de la lanchita de Regla. Con soga no hay amor verdadero.

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Ayer supe de la muerte de Mary Ellen Mark. Recuerdo su paso por Madrid hace más de treinta años. Una sonrisa preciosa y el alma en los ojos. La cheerlader que pilló una cámara y se fue a Turquía con el tiempo justo para que una de sus fotos –memorable– entrase en la exposición, a cargo de Steichen, The Family of Man.

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Pues que no saben cómo llamarles les llaman curadores y no curan nada; más bien son los matasanos que han llevado el arte al borde de la extinción, a darle la razón a Hegel en su conocido escrito.

Pero no me parece que volver a la tradición sea reivindicar a Bouguerau o Alma-Tadema. Esa forma del arte del XIX adolece de una de las mayores perversiones que se puedan dar en la pintura: la cursilería. Ante eso da igual que los bultos estén en su sitio y los valores tonales en el suyo, es un esfuerzo inútil que –como solía decir Zóbel– ojalá fuera imposible.

Y sin embargo hay espléndidas muestras del arte en aquel siglo. Un arte robusto, sano, directo –en unos casos– y de una sensibilidad exquisita en otros. El problema es que la tradición quedó tronzada por la necesidad de rellenar paredes a toda prisa y el arte moderno cumplía muy bien el encargo y fue buen negocio. No se había visto en toda la historia del arte mayor pretensión de significado para hacer un arte que es, sobre todo, decorativo. Tanto o más (y mucho más aburrido de mirar) que una cúpula de los Tiépolo. Picasso, Matisse, son pintores decorativos. La insistencia en el desnudo femenino no los eleva hasta Rubens sino hasta Boucher.

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Cuanto más leo sobre la participación y responsabilidad de Ehrenburg en las violaciones y matanzas llevadas a cabo por el Ejército Rojo más aterrado estoy. Viendo su cara de escriba egipcio –hermética, con la mirada hacia dentro– me doy cuenta de que pudo vivir con eso encima. Arengar a los soldados a violar y matar (¿Has matado ya a un alemán? ¡Pues mátalo!) era el modo vil en el que entendía su participación en la guerra. Anna Ajmatova también participó en la campaña pero reclamando valor a los soldados. Una vez más las palabras de Ortega: El estilo es el hombre.

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Me ocurre con frecuencia que, al afirmar algo, no tarda en aparecer el relativizador. No conozco otra forma de avanzar que la de hacer afirmaciones. Pueden ser negadas, eso no me enfada, pero no soporto al que cree demostrar su inteligencia poniendo sobre mis palabras una espesa capa de gris ratón. El peor de todos es aquel que, sin argumentos, recurre al gusto y los colores.