Da lástima

 

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Cuando alguien desea causarte mal es mejor dejarle hacer sin mover un dedo. Sus partidarios interpretarán cualquier movimiento defensivo que hagas como ataque y servirá para justificar sus acciones.

Los malvados astutos prefieren hacer figura de buenos y dejar que sean otros quienes cometan la fechoría. Como aquellas mujeres de las novelas del XIX que incitaban a sus maridos a defender un honor que, evidentemente, habían perdido con gusto.

Y qué más da la buena o mala fama si es algo que no depende de ti sino del pensar ajeno, tan proclive a interpretar las maniobras e intrigas como hechos contrastados.

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No soporto a la gente que se dedica a actividades digamos sensibles y que ejerce de tal. Esos escritores de lo fino cuya escritura está empedrada de palabras y lugares bellos, tan falsos y revenidos como el azul del cielo en las tarjetas postales.

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O esos otros que sólo escriben de cosas que denotan su vasta cultura. Me pregunto si no caerán rendidos en la cama por el mucho peso del disfraz. Cierto que algunos llegan a tal identificación con el personaje que han de usarlo como pijama.

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Influir en una persona para que no haga lo que estás viendo que no le conviene no es adecuado pues cargas sobre tus hombros el fracaso seguro y las lágrimas. Pero, ¿qué hacer cuando es alguien al que quieres? En definitiva el debate moral puede reducirse a la disyuntiva de intervenir o no hacerlo.

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Las obras se acumulan por docenas en el estudio. Ya no caben y cada persona que te aprecia siente la necesidad de aconsejarte exponerlas, como si el único destino en este tiempo fuera ese. Y sí lo es teniendo en cuenta fama y dinero. Pero, ¿qué sucede si ninguna de las dos cosas te interesa en relación a la pintura? Pintar una obra y guardarla para tus hijos es lanzar un barquito de palos a una corriente desconocida. Y es atractivo dejar que las cosas sigan su curso natural.

No más cuando se sabe que los museos de arte contemporáneo están trufados desde la raíz y a qué intereses responden. No me refiero a la subjetividad de quienes los dirigen, que es respetable, sino a que tal subjetividad es dirigida por control remoto y muchas veces sin mediar retribución, lo cual deja en un lugar desairado –rozando la estupidez– a quienes trabajan en esa actividad creyendo en la bondad de sus acciones.

Lo repito: ninguna obra debería pisar un museo hasta que no ha hecho un largo camino en el tiempo, de casa en casa, y el artista y todos sus amigos fallecieron muchos años atrás.

¿Hay algo más triste que esas obras que duermen en naves industriales acondicionadas, sótanos y hasta debajo de las camas? No exagero, el mundo está lleno de coleccionistas (inversores más o menos engañados) que no sienten el menor interés por lo que compran –si lo compran ellos, que no suele ser el caso– y no lo colgarían en su casa por nada del mundo. Para ellos sería tan ridículo como enmarcar acciones del banco.

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Debajo de la cama, claro que sí. Un coleccionista en pequeño –cierto diplomático hace años retirado– compraba obras pop-art. No le gustaban en absoluto y no quería ni verlas, así que por no pagar un local seguro las guardaba bajo las camas. Cada cierto tiempo sacaba una (Warhol, Lichtenstein) y la convertía en dinero con el que compraba aguafuertes de Rembrandt y Goltzius, que era lo que de verdad adoraba.

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Este año la cosecha de higos ha sido muy escasa. No fue una buena primavera y un verano más seco no cabe. A las higueras no les sienta bien el exceso de agua pero necesitan un poco para hacer bien su trabajo.

Llegaron E. y A. para la recogida. Ch. los conserva en agridulce como guarnición para la carne pero no podemos con todo lo que da San Antonio. A. los adora y los que se crían en la sierra son especialmente buenos. La gente que vivió estos pagos en tiempos de autosuficiencia los secaba al sol para comerlos en invierno: una bomba calórica con un trozo de pan. Abiertos y con media nuez dentro –un capón– producen energía suficiente para subir un monte.

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Las cosas de los padres las pagan los hijos. A la siciliana. L. lamenta que no sea posible mantener la amistad con R. y G. Fueron inseparables en la infancia y, rotas las relaciones entre los padres, se ven atrapados en una situación que ellos no han querido ni provocado. Da lástima.