Toda una vida

 

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Ayer, a muchos metros del suelo, te das cuenta de que los montadores sólo han arriostrado el andamio en dos puntos y está medio suelto. Se mueve como un tiovivo de feria. Mejor no te das por enterado y sigues mirando la escultura. ¿Una escultura de tantos metros? Pues sí, tremenda y son dos, una sobre otra.

En realidad puedes subir tanto como quieras siempre que no mires hacia abajo: mira a la pared o, en este caso, a las esculturas. El momentillo amargo es cuando has de subir mirando al vacío, sí o sí. Ya no pasa nada, son muchos años de costumbre pero sigues manteniendo el respeto y eso te protege.

Al bajar te duelen las rodillas y los tornillos del hombro izquierdo se quejan. Había que verlo, despacio y piedra por piedra. Sobre la plataforma en la que se asientan las figuras el escultor CS hace que te fijes en unas rocas antropomorfas que están a los pies: parece una Venus paleolítica recostada, con ombligo y demás atributos. Es tal cual y qué cierto lo de que el artista no hace lo que ve sino que ve lo que hace.

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Qué inane el esfuerzo de la gente de la cultura. Es más la postura personal que la eficacia. En realidad tal gente de la cultura sólo es eficaz cuando está subvencionada.

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Tampoco es muy de fiar cuando posturea. Ves la foto y, entre ellos –no hay ninguna ella–, tienes al menos cinco que están ahí reclamando sitio.

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Es lo propio: buscas siempre una explicación para las desgracias pero demasiadas veces no la hay.

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Panero repasando tus discos en la juventud descubre, tras los de música clásica, unos cuantos viejos vinilos de rock. Te mira, suelta una carcajada y dice: ¡El inconsciente! Todavía era tratable, sólo extravagante.

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Una cita del hoy muy celebrado Saint-Exupéry: No se alcanza la perfección cuando no queda nada por añadir sino cuando ya no hay nada más que quitar.

Vale para un texto literario pero también para una pintura. Por mucho que pongas siempre tendrás mucho que borrar. Cuando has conseguido que la obra se sostenga con lo menos, te abandona y sólo queda firmar o volverla contra la pared.

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Después del andamio, tomando un refresco –todos sedientos–, sale a la conversación Mayerne, el amigo médico de Rubens y Van Dyck. En sus memorias dejó consignadas visitas y observaciones al taller del gran maestro flamenco. La mayor parte son falsas y cuesta distinguir. No creo que fuese un mentiroso sino que no entendía lo que estaba viendo.

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Decir que un libro de Stephen King es entretenido es no decir nada porque casi todos lo son. El último es bastante más: de momento no hay nada de lo habitual, sólo el drama de un sacerdote que pierde mujer e hijo en un accidente de coche y el niño creyente que, ante la abismación en la desgracia del religioso, pierde la fe. Sólo con eso van cien páginas de lectura sostenida. El talento, diarista.

A L. le gusta mucho la literatura de King. Hace unos meses quiso acercarse a Maine, hasta Castle Rock. Siendo muy niña te pidió que la llevaras a Penny Lane, en Liverpool. Allí le hiciste una foto junto al rótulo de la calle. Te hace mucha gracia que una doctoranda en filosofía analítica tenga esos rinconcillos en el alma.

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Nueva intrusión en tus cuentas de correo. Ocurre cada cierto tiempo y te vas acostumbrando. No suele hacer nada ni robar, por lo que tiene que ser interés morboso por enterarse de tus comunicaciones con otras personas –generalmente cosas de trabajo o aficiones, nada entretenido- sumado a ganas de hacer ver que no se olvida, que te enteres de lo que vale un peine.

Después siempre aparece un supuesto X, al que no conoces personalmente y que a todas luces es un impostor. Habla meloso, de amigo, y al principio consiguió engañarte de pura caída de ojos. A la broma se añadió la vileza, como no podía ser menos.