Una O con un canuto

 

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Han sido unos días alegres porque ha vuelto a casa desde Massachusetts, un lugar que no conozco pero del que tuve muchas referencias por Z. que fue estudiante en Harvard, primero, y profesor después. Como benefactor de aquella universidad donaba libros y obra artística y yo mismo estuve encargado durante un tiempo de buscar primeras ediciones de autores del 98 y del 27 para la célebre biblioteca.

A mi hijo lo vio nacer. Le hacía mucha gracia y me dio, para que se la entregase cuando fuera mayor, una taza de la dinastía Tsung, siglo XII, que se conserva en su caja original. Quién hubieran podido imaginar que el bebé terminaría trabajando a unos pasos del despacho que Z. tuvo en Harvard.

Planes de futuro, energía positiva y ayer trepando por las alturas, con J. asustado de que su padre –a punto de cumplir 65 años– ande haciendo equilibrios tan lejos del suelo. No tengo miedo, sólo me duelen las rodillas y eso se pasa con un enantyum.

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Hay amigos que te quieren y esperan tanto de ti que creen poder hacerte la mayor de las putadas sin que por ello dudes ni un momento de su cariño y amistad. No sabes si es cinismo o niñería y lo más probable es que se trate de ambas cosas con unas gotas de estupidez.

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G. está muy intrigado por lo que me pudo pasar con el traductor del Quijote. Pregunta mucho por ello cada vez que nos vemos. Recuerdo a García Calvo y su lección de economía hablando sobre el funcionamiento de las células. Algo así trato de explicarle pero carezco del talento del profesor y no sé si llega a entender mis medias palabras y metáforas.

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Lo de que las criaturas de Dios terminan por encontrarse funciona como un reloj de los buenos. Aparece Sandokán, con menos pelos que el chocho de una muñeca, y la inmensa dama del ojo trastabillado. Él sigue vendiendo confetti rancio y ella tan encantada como siempre. Habla del cuerpo a estas alturas, de pintar con el cuerpo, las pulsiones y toda la mandanga setentera. Con el culo querrá decir.

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Nunca se sabe. A lo mejor terminas sabiendo hacer una O con un canuto.

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Una vanitas. Echo de menos la calavera que encontré por los desmontes de la Ciudad Universitaria de Madrid una mañana de nieve. Tenía un agujero de bala en la sien, una víctima de cualquiera de los bandos. Me sirvió de mucho para la anatomía y la guardé hasta que me la robaron. Después tuve a Lorca, otra calavera que alguien encontró por la Brecha de Víznar. Esa la tiró por las buenas un pintor de paredes que contraté para pintar el estudio. La vio y se asustó, pensó que aquello no debía estar en una casa decente y, cuando se fue, la dejó en un contenedor de basura. La tuvimos parda pero nada se pudo hacer.

Ahora tengo otra, muy perfecta, y ando pintando un par de cosas con ella. Es menos siniestra que las anteriores, tan turbias. Está muy bien tratada, reluciente y blanquita. De suyo no mete tanto miedo como aquellas y no parece haber estado bajo tierra.

Hace años, cuando las princesas de verdad venían a casa, salió despendolada la de X. Teníamos merienda y vio el despiece anatómico de una calavera –primoroso, con sus ensambles de bronce y bajo fanal–, pegó un chillido y se largó como eso, como si hubiera visto a la Muerte. Con ello demostró, la del guisante, que era una verdadera princesa.