A Picasso ni caso

 

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«La masa ya no busca consuelo y exaltación en el arte, pero los refinados, ricos y desocupados, destiladores de quintaesencias, persiguen la novedad, la rareza, la originalidad, la extravagancia, lo escandaloso. Yo mismo, desde el cubismo e incluso antes, he contentado a esos expertos y críticos dándoles todas las rarezas cambiantes que me pasaban por la cabeza, y cuando menos me entendían más me admiraban. Enseguida me hice famoso divirtiéndome con todos esos juegos, disparates, rompecabezas, jeroglíficos y arabescos. Y ya se sabe que para un pintor la fama significa ventas, ganancias y fortuna. Y hoy, como usted sabe, soy famosísimo y rico, pero cuando me quedo solo conmigo mismo no tengo el valor de considerarme un artista, en el sentido magnífico y antiguo de la palabra. Giotto, Tiziano y Rembrandt sí que fueron grandes artistas. Yo sólo soy alguien que entretiene al público porque ha comprendido los tiempos en que vive y explota al máximo la imbecilidad, la vanidad y la codicia de sus contemporáneos».

Lo anterior son declaraciones de Pablo Picasso a Curzio Malaparte en 1952. ¿Es cierta la autoría? ¿Es un invento de Malaparte? Reto para un investigador joven.

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Sigue guapa a los 65 años cumplidos. Le estoy haciendo un retrato en dibujo y me sigue llamando el atractivo que tiene. Cómo no recordar los años en que posaba para mí en el estudio de García de Paredes. La estufa en invierno, la música, el irse de la luz y el descanso fumando un cigarro (tiempos de fumador) en el jardinillo cuajado de petunias (allí sí, botarate). La churrería de Petra y el lujo del chocolate con churros de los domingos por la tarde. Z. había muerto en Roma mirando a Veronés. Estaba con su sobrino P. y se sintió muy mal. No le dio tiempo a llegar al hospital, murió en el taxi. Una bruja filipina le había advertido en la juventud que tuviera cuidado con los coches y temía un atropello. A Fernando el Católico le dijeron que tuviese cuidado con Madrigal y dejó de ir por Madrigal de las Altas Torres para morir en Madrigalejo, cerca de aquí. De Madrigalejo era la mujer de Peru; nunca llegué a conocerla porque la dejaba en el pueblo y venía a visitarme solo.

Del funeral de Z. recuerdo al hijo del filósofo tocando piezas para flauta sola y a una bruja que hacía de pintora y me pidió que la llevase en mi coche. Aprovechó para criticar al difunto. Le ordené callar so pena de hacerla salir y dejarla en la cuneta. No abrió la boca durante el resto del viaje. Nunca más me dirigió la palabra (yo a ella tampoco) pero me puso verde aunque apenas me conocía.

Y la melancolía, la soledad del cementerio de San Isidro, allí arriba en la roca viva sobre el río encañonado. Qué pronto se fue y cuánto vacío dejó el maestro y amigo.

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Tiro el libro de Viñas no por lo que dice sino por cómo lo dice. No se debe escribir tan mal, tan pedregoso y al tiempo grasiento. La simplificación brutalista, con tal de sacar adelante los argumentos, termina en comicidad. Se puede no ser historiador pero si quieres hacerte pasar por ello y discutes con quienes sí lo son no puedes perder la imparcialidad. Al menos la teórica pues, si nadie es imparcial, al menos se distingue la intención y eso dignifica lo escrito.

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Resulta penoso que algunas personas que piden respeto para su identidad no tengan ningún problema en ofender la ajena. Parece que la condición de víctimas, supuesta o real, termina convirtiéndolas en verdugos. Hay veces en las que, para seguir siendo amigo o saludando a alguien, has de dejar de leer sus opiniones. Es lo mejor.

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No es la primera vez que traigo este lugar común: entre los científicos suelen creer en Dios los físicos y matemáticos y ser ateos los biólogos. Claro que son generalizaciones, no hace falta que lo digas. La diferencia entre Dawkins y Einstein, entre una teoría egotista y cerrada de la vida o la inmensidad generosa del Misterio.

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Como ya no es posible acercarse a los cuadros en El Prado –a tal nos ha llevado la conversión del arte en juego y en objeto de consumo cultural– no es mala idea echarse unos pequeños prismáticos al bolsillo para mirar con mucho detalle la pintura que te interesa. El mismo detalle con que en mi juventud disfrutábamos acercándonos a las pinturas. Los bedeles, tan profesionales, sabían distinguir a un estudiante de bellas artes de un simple gamberro y no te llamaban la atención por meter la nariz. ¿Pero iban entonces los gamberros al museo? No, realmente no.

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Otra ceremonia de la confusión en la capital. Qué bien se organizan estas señoronas del arte para vivir del asunto no siendo nadie, al menos en sus comienzos: una dama de la caridad, otra galerista de medio pelo, historiadorcilla la tercera… y todas juntas el infierno, el vivir de lo público haciendo negocios en lo privado, la corte de Faraón, el patio de Monipodio con los tontos aplaudiendo. Ya cansa criticar estas cosas. Ahí siguen, sin pestañear y llenando la bolsa.