Nadie pasa el río cuando le da por crecer

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Además de una salvaje carnicería entre españoles la Guerra Civil fue un estupendo negocio para los traficantes de armas. El oro de Moscú y París, depositado allí por la República a instancias del maquiavélico Orlov bajo órdenes de Stalin, representaba un bocado tentador para quienes hacen negocio con el dolor y la muerte.

Uno de ellos fue Hermann Göring. Sí, el mismo mantecón vestido con uniformes de fantasía que era jefe supremo de la aviación nacional-socialista y mano derecha del Monstruo.

A través de un testaferro, claro, de un traficante de armas que servía al mismo tiempo a los sublevados y a la República, con la sutil diferencia de que  a ésta última le servía material de desecho, basura cobrada a precio de lujo. Y con frecuencia el barco que llevaba armas a los republicanos era interceptado y hundido por barcos nacionales, que ya tenían controlado también el Mediterráneo.

Cuando el oro se agotó (eran los soviéticos quienes decidían cómo iban las cuentas) Stalin comenzó a mirar para otro lado. Temeroso de Alemania, no quería romper abiertamente con el pacto de no intervención en España suscrito con Francia y Gran Bretaña. Una posición difícil en el tablero que no le impidió merendarse las reservas españolas y endeudar a la República con unos créditos de guerra por completo leoninos. Así que cuando se acabó el oro le tocó el turno a la plata y después a la incautación de joyas y bienes personales de los desafectos, incluyendo las fincas y cualquier otro tipo de valor que pudiera venderse.

Hasta aquí porque el asunto da para mucho, y basta con la imagen de la salchicha aérea haciendo negocios equipando a Líster, para catar todo el absurdo y la miseria moral que, durante tantos años, ambos bandos nos han vendido como la última guerra romántica.

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Las colectivizaciones hechas por la Columna Durruti a punta de fusil fueron desmanteladas bien pronto. Desde el principio hubo una contradicción insalvable entre los anarquistas urbanos, que veían las colectivizaciones agrarias como un imperativo de obligado cumplimiento, y la gente del campo, acostumbrada durante generaciones a pelear con la tierra y a saber de qué poco sirven las teorías ante el arado y el tabón.

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A los 15 años salí desnortado a reunirme con la familia en Vitoria. En el internado me enseñaron solfeo pero ya no me apetecía seguir con la disciplina y trabé conocimiento con un muchacho, estudiante de piano, que combinaba a Chopin con un grupo de rock. Asistía de vez en cuando a los ensayos en unos locales cedidos por las JOC y le fui tomando gusto. Al poco se les fue el bajista y me vi con un Hoffner como el de McCartney, más chulo que un ocho. No había tocado nada que se le pareciera pero, con un método y unas lecciones de Adolfo, el guitarra solista, pronto estuve en condiciones de ponerme de acuerdo con el batera –qué gran muchacho y qué mala suerte tuvo– para marcar el ostinato a los dos miembros de brillo.

Escuchaba los primeros discos de los Beatles y aquella masa de buena música –qué sabía yo entonces de George Martin y el estudio de grabación– me parecía tan inalcanzable como si me hubieran hecho tocar La Patética con una lata de tomate y dos tenedores. Al resto, más veteranos y mayores en edad, les pasaba algo parecido. Fue por ello que nos lanzamos a lo Rolling Stone, una música más básica, con menos filigrana y bastante resultona de cara a las muchachas. Mezclado con un poco de los Kinks, Trogs y versiones –que me atrevo a calificar de muy personales– de grandes éxitos británicos como lo de Procol Harum y tal y tal.

Nos divertíamos, rompimos fuego ante el público en algunos festivalillos a beneficio de esto o lo otro hasta que el guitarra de «punteo» se fue a estudiar a Madrid. A ver qué hacíamos ahora. A alguien se le ocurrió traerse a un tipo que nos doblaba la edad y se ganaba unas pesetas tocando en todo lo que le ofrecían. Así hice mi debut en la plaza de un pueblo norteño, subidos en un carro y teniendo que hacer bailable nuestro repertorio. Aquel menda se las arreglaba bien y nos metía, entre un Get Off of My Cloud y un Paint it Black más que suavizados, lo que se llamaban grandes éxitos instrumentales de los Shadows y adaptaciones suyas de Noche de Ronda, Perfidia, Dos Gardenias y así.

Cuando bajé de aquel carro, con las manos entumecidas y odio en las entrañas, anuncié mi retirada del grupo para siempre jamás. Para ser exacto la cosa terminó en bronca con el que ya se había hecho el amo, manager y administrador del grupo. Me desentendí de tal modo que no quise volver a saber nada de ellos y colgué el bajo y una Gibson Les Paul que había comprado entre tanto. El bajo nunca he sabido dónde fue a parar pero la Gibson terminó reapareciendo.

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Imaginar en este tiempo la cantidad de talento pictórico que llegó a convivir en un taller como el de Rubens es bastante complicado teniendo en cuenta que allí estaban, por citar sólo a los mejores, Van Dyck, Jordaens, Brueghel el Joven, Snyders y Vostermann. Cualquiera de ellos un gran maestro, tal y como terminaron demostrando.

Pero lo que me interesa aquí es hablar de la especial relación entre Rubens y Van Dyck, su discípulo dilecto, aquel cuyas dotes naturales el propio maestro admiraba.

En uno de los viajes en los que Rubens hacía funciones oficiosas de embajador en la corte británica, tuvo ocasión de ver por sí mismo la falta que hacía un pintor de talento en aquella corte anticuada y algo cateta. A la vuelta recomendó a Van Dyck que instalara su taller en Inglaterra y éste accedió. Rubens debió elegir entre seguir contando con el discípulo querido o permitir que éste se hiciera millonario con su oficio, como así ocurrió.

–Qué generoso –me interrumpe en este punto de la historia– y le pregunto si un pintor que pinta como lo hace Rubens hubiera podido ser mezquino. Cierra los ojos un instante y veo, con ella, el Descendimiento de la catedral de Amberes, las Gracias, el boceto de San Fernando para el Juicio Final… – y dice: no, imposible.