Verde hierba, luz de jardín y soledad de campo

 

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Madre, ¿oyes llegar la lluvia? Perdida entre rosas, soñando en los lirios.

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A unos meses secos ha seguido una temporada de lluvias intermitentes, sin hielos, que han hecho del campo un jardín, el más bello de todos. El verde-hierba en la mañana suave, de sol dorado pálido, sin rojo, con un matiz que Haes ha sabido representar con exactitud. Un poco más y hubiera caído en lo falso. Detiene el pincel en el momento preciso.

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En la pintura, para que algo que es falso no lo parezca, todo lo demás debe ser falso.

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Pasamos la mañana en San Antonio. Ya están fuera los jacintos y unas flores que parecen narcisos y no lo son. Las azucenas asoman las hojas y la tierra empieza a bullir. El limonero del pozo sigue con los frutos colgando, con brillo discreto y ansia de hierro, escaso en esta sierra.

Las mimosas ya puntean y, como siga ausente el hielo, en dos semanas estará aquí la primavera; la que llega y nadie sabe cómo, la primera de todas.

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Ha ido tirando semillas de mimosa en la linde, al otro lado de la tapia, y ahora se ha hecho un bosquete, poniendo barrera al viento del Norte.

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A la casa le falta muy poco. El asunto era no perder lo que fue: una almazara con su chabarco y la vivienda del molinero. Una nave central, donde estuvo la prensa y, en ángulo con ella, las habitaciones de la familia. En el patio frontero y grande que da a la calleja no quedaban de los atrojes para la aceituna más que unas pocas señales. Sobre el empedrado –lo suyo para que los carros que llegaban de los olivares pudieran maniobrar sin atorarse– echaron una capa de tierra fértil hace muchos años y de patio hicieron huerto. Se ha retirado hasta llegar al suelo de origen.

Hace un par de inviernos nos robaron durante la noche una cancela de hierro, muy grande, que cerraba el paso al callejón que va hasta el pozo entre la tapia de la casa y la que sirve de linde. En esta parte de la sierra ya no queda nadie por la noche y así se entiende que pudieran arrancarla de los muros y echarla a un camión. No las quieren por antiguas sino por el valor del hierro. Las trocean hasta hacerlas chatarra y en el chatarrero terminan. Da lástima aunque no era antigua: la dibujé yo hará casi 30 años y, por sencilla, parecía que estaba allí desde siempre.

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Yo creo que tiene hipnotizadas a las plantas de tanto como las mira. Se las sabe todas y el jardín no es pequeño. Yo puse la arquitectura pero ella la amuebló con lo vegetal y el jardín entero es obra suya. Así conoce cada planta, por mínima que sea. Hasta los culantrillos que salen a su aire en las tapias de piedra que van formando paratas. No creo que se le escape ni uno. Le pregunto por qué las mira tanto y me dice que para ir viendo cómo responden a cada cosa que les hace: podas, abonos, limpiezas. Ahora que vamos siendo mayores tiene que venir un muchacho de vez en cuando a hacer el trabajo pesado y llevar los restos verdes hasta una especie de compostera que hizo nuestra hija.

De vez en cuando viene gente a ver el jardín. Son extranjeros que hacen giras por España visitando jardines. Te tienen que gustar mucho estas cosas para dedicar tiempo y dinero a ellas. En España hay un grupo de personas que también tiene esta afición de viajar para ver jardines.

El año pasado fue el nieto de la marquesa autora del conocido libro quien trajo a los extranjeros. A ella le gustan estas visitas, disfruta mucho ese día aunque termina cansada de ofrecer merienda, aperitivo o lo que corresponda por la hora. No deja de tener su gracia que de aquellas ruinas entre zarzas haya nacido esto y ande por el mundo en fotos de recuerdo.

No voy nunca al sarao por unas cuantas razones, la principal es que no es mi día sino el suyo.

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Era de prever: desde Cataluña quería meterse en la capital y hacer vida de literato, algo que se le resiste porque carece del talento conveniente para tal desempeño. Está muy bien para la columna del periódico, admitiendo su interminable pedantería, pero se le rompe la mandíbula en cuanto quiere arrancar vuelo. No es lo suyo si bien, a causa de Pla, se resiste a admitirlo. El hecho de poder publicar lo que le pasa por la cabeza y tener éxito le hace trompicarse. Tuvo un blog de entrada por día y le crecieron enanos: había gente allí que escribía mejor y más interesante. En algún momento debió caerse del guindo tras ver lo improductivo –y contraproducente– de aquel esfuerzo y cerró.

Como es persona de pocos escrúpulos –aunque hace profesión de ellos–, vio la ocasión de agradar, de tirarse al barro sin que lo pareciese. Por mi parte, habiéndole admirado como periodista –todavía me alegra el rato cuando acierta en su columna–, me da pena su chabacanería personal.

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Lo aprendí de niño: «Cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía». Llegó a mi estudio, vio un solo cuadro y me soltó que era yo el mejor pintor de España. Fue tan bestia la cosa que me dejó aturdido. ¿Cómo reacciona uno ante algo así? No sabes si te están tomando el pelo y miras qué te dicen los ojos. Pero estás ante un actor: sus ojos dicen lo que él quiere que digan. Es un muro impenetrable, olvida la psicología y vete a lo policial: ¿Qué pretende con esto? ¿En qué puede beneficiarle el crimen?

Las respuestas las he ido teniendo años más tarde.

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¿Puede meter miedo tu abuela? Sí, si es la Bestia de Maine quien escribe el cuento. Aunque, no hay que engañarse, escribe cada día mejor pero ha perdido la lozanía. Como esas actrices en su cincuentena que pasan por el bisturí con pretensión de engañar al ojo y, aunque el cirujano sea un prodigio, no dejan de ser ancianas operadas sin posibilidad de competir con la frescura de líneas de la belleza joven.

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Y hablando de abuelas será difícil que quieras a la tuya más de lo que quise yo a la mía. Cuando se es niño todos los adultos parecen viejos y eso incluye a tus padres. Mi abuela, –cuando para mí era aquella anciana suave que me obsequiaba con caprichos que mis padres no me daban, que hablaba conmigo como si yo fuera persona, que me animaba a dibujar y, con su incuestionable autoridad, ponía freno a los castigos paternos–, era una mujer más joven de lo que yo soy ahora.

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La persona más feliz es aquella que menos necesita, no por sabido menos cierto. La lucha por la vida es dura y llena de incertidumbres. Mal planteada puede arrojarte a la más tremenda de las enfermedades del alma. La que está devorando a todo el mundo en nuestra cultura, la que tratamos de paliar haciendo ricos a los fabricantes de antidepresivos y ansiolíticos.

Hay algunas personas que escapan a ella, como mi amigo P.

Está en el campo siempre que puede, viaja por los pueblos, entra al paisaje, se fija en esta piedra o aquella, en el detalle de una ventana, una toza. Allí donde tú no ves él sabe que se trata de un resto neolítico, un altar, un molino, unas cazoletas, un juego escrito en la roca. O puede fijar su sentimiento ante el paisaje, una luz, la forma de las nubes o el interés de una encina. El frescor del arroyo, la tumba excavada en la piedra y usada de comedero o la mirada del mastín dócil. Y nos regala la vista, la imaginación, con lo que anota en sus fotos sin pretensiones artísticas, testimonios de su mirada amable y conciliada con el mundo. Una mirada así sólo puede ser compasiva y generosa, más allá de la ambición, el ruido y la furia.