Noche adentro y sueño arriba

 

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Miguelito está envejeciendo muy deprisa en estos dos últimos años y también anda poniéndose a la moda: se nos ha hecho gourmet. A los yogures les llama botes y, como no tiene dientes, debe ser lo que coma aparte de pan o cosas fáciles de tragar sin masticar. De vez en cuando viene a casa y le doy un bote. Nunca había preguntado por el sabor pero la última vez quiso saber de qué. –De piña, Miguel– y puso cara de que sí.

Anteayer, cuando más frío hacía por la tarde –cayendo la oscuridad– estaba en el Sandra sentado en una mesa. Tenía cuatro botes delante, dos yogures y dos de esos que llaman postres y que son mezcla de cosas dulces. Los comía con un placer animal y ya le habían preparado un café con leche en una taza de las grandes. No le pueden sentar mal, sigue andando por las carreteras a buscar sus hierbas y está magro como un estoque

Hace un rato, cuando he ido a llevar a Ch. al autobús que la dejará en Madrid para terminar su copia de Tiziano, Miguelito cruzaba la carretera por donde el mercado de ganados haciendo figuras raras, de esas que él acostumbra, según la marea: caminaba encorvado, como achicándose, y daba unos pasitos cortos y rápidos para frenarse después y balancearse. Qué va a ser de este Trujillo cuando Miguel se muera.

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Mi perra trujillana, en el romance trashumante de la loba parda. Cuando llegué la primera vez y no había carretera a Monroy, T. tenía una mastina de espalda corta, bien aplomada, muy fuerte y ligera al tiempo. Era buena perra y estaba hecha a la gente. Vi bastantes mastines como ella, antes de que un comerciante de perros pasara por aquí comprando, alterando el precio (un cachorro de mastín valía una cordera).

Aquel tipo, y unos cuantos más, cogieron los mastines velazqueños, propios de esta tierra y los cruzaron con perros de San Bernardo, que acostumbran ser estúpidos, agresivos y con frecuencia locos, y se cargaron los mastines trujillanos, paradigma de la nobleza canina. Espero que Dios se lo tenga en cuenta.

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Lo que llamamos Historia es el ruido de fondo que producen los charlatanes. La Historia de verdad nunca se escribió porque la gente estaba demasiado ocupada viviéndola.

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Y esta dulce mentira de mudar los paisajes.

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Viene C. a comer y recordamos a su madre. Fue una mujer tan ordenada que ponía orden en las casas ajenas. C. habitaba un piso madrileño con un desván en el que había sólo tres o cuatro cacharros del anterior dueño. A su madre le dio por mandar a una pareja de domésticos a que tirasen todo y después pintaran el desván. Se equivocaron y tiraron lo que había en un desván ajeno. El asunto acabó en los juzgados de Plaza de Castilla con C. pagando seis mil euros de indemnización. A su madre no le afectó porque ya había muerto (y todos seguimos echándola mucho de menos y riéndonos con estas cosas suyas).

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En los años que tengo he visto mucho arte y también mucha naturaleza. Creo que es lo que más he visto y mejor conozco, al punto que se confunden en algunos momentos de la memoria. La curiosidad que me acompaña desde niño no me ha abandonado todavía para ciertos temas y voy reescribiendo el siglo XIX –sólo para mí–, un siglo que fue francés sobre el papel por una cuestión de prestigio cultural y de maquinaria engrasada porque pintores buenos, mejores que los franceses, los hubo a cestos. Tantos que, aun siendo difícil que se revise por completo el siglo y sus prestigios, al menos en buena parte se hará y la gente podrá opinar con más conocimiento de causa.

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El Espíritu puede anidar lo mismo en una obra de arte con torpezas que en la del virtuoso, aunque –no nos engañemos– siente más simpatía por el que comete fallos, siempre que no sean bastantes para ahuyentarlo.

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Noches atrás soñé con Pepe Guerrero, una persona que murió tiempo atrás y con la que, en los últimos años de su vida, no tuve relación aunque mi nombre y el suyo están ligados por una entrevista que le hice. Fue en su estudio de la calle Serrano esquina con María de Molina –que antes o después, no lo recuerdo, fue de Carmen Laffon–, con la presencia afectuosa de su mujer, que nos ofrecía té con limón frío para sobrellevar el calor del verano madrileño durante las cinco o seis horas que estuvimos con la grabadora puesta. Aquella entrevista, con los años, se ha convertido en la canónica tal vez porque José nunca había contado todo lo que en ella cuenta de su vida en Granada, del viaje a Nueva York para quedarse, de su relación con artistas que hoy son vacas sagradas y cuyos cuadros se venden por cifras fabulosas. José vivió todo aquello, tenía mucho que contar y yo interés para escucharle.

Hace unos días me escribió el director del centro que lleva el nombre del pintor granadino para invitarme a dar una charla y seguro que fue el detonador que puso en marcha el inconsciente.

En el sueño José aparecía ciego y con una tapadera en cada ojo. Me pedía que le ayudara a llegar a algún sitio que no recuerdo. Iba muy achacoso, muy viejo, temblando y daba pena. Lo cogía del brazo y le echaba el mío por el hombro para reconfortarlo mientras lo guiaba. Había algunas personas más en la escena pero no sé quiénes eran. Al despertar seguí apenado pensando en José, en Roxanne, en los chicos, en lo corta que es la vida y cómo se va. Una vanitas, vamos.

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Siguen con el aburrido debate sobre el arte moderno. Hay una señora mejicana, de cuello estirado, que se ha puesto en primera fila disparando a quien se mueva. Lo importante, me parece –tuve ese debate conmigo mismo entre 1980 y 1981–, es saber por qué apuesta la tal Avelina. No sea que suceda como con lo del pintor Gaya, que estaban unos compañeros de facultad –profesores modernos e ilustrados– viendo un catálogo de obras del citado y uno dijo que para sustituir a Picasso no era suficiente. Aparte de las risas es que tenía razón: Picasso en lo suyo es infinitamente mejor que Gaya en lo propio. Así que el problema continúa siendo el mismo: vuelta a la tradición, sí (¿a cuál?), desdén del arte moderno, por supuesto (¿a todo el arte moderno?), y más que burla, desinterés. Cuando alguien hace el payaso no es buena cosa distraerlo, dicho en corso. Hay que derribar esos altares porque apestan pero no tenemos, de momento, ladrillos para levantar otros.