Cagapinturas

 

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El amor a la patria se ha convertido en un feo asunto para los españoles y se lo debemos al uso, vicioso e inmoderado, que de ello han venido haciendo los políticos. Unos para arrogárselo y otros para denigrar al adversario. En nuestro tiempo, en el apogeo de ideas cerriles e interesadas –propias del nacionalismo–, es anatema excluyente.

Pero la patria es la tierra de los padres, como su etimología precisa con toda claridad. Tierra de los padres, de los que están y de los que se fueron, del paisaje en el que abrimos los ojos y de la luz que nos permite ver y nos identifica como personas. La plomiza luz de mis ancestros norteños y el afilado cuchillo, que arroja negro en las sombras, de mis abuelos del Sur.

No hay paisaje sin luz y no hay persona sin paisaje. La patria es una configuración sucesiva, real e imaginaria al tiempo, de los lugares que nos hicieron. Puede adoptar formas diferentes según la persona y tal vez se vaya achicando con los años. No cambio mis azules extremeños por la plata fina de la Francia que amé en la juventud y entiendo que el destierro puede ser la más dolorosa –y dañina– de las penas.

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Todas las heridas son mortales.

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Lo dice un amigo al que aprecio mucho: en España la libre competencia sólo se da entre los bares, todo lo demás está amañado.

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Otra vez la tontería de los escritores al enjuiciar pintores: Unamuno y Machado preferían al estólido Zuloaga sobre el excelente Sorolla. Sin duda que ambos escritores eran personas muy inteligentes y dotadas de buen juicio para otras cosas pero, ante la pintura, no ven lo que tienen delante sino lo que quieren ver. Esto es, un supuesto sentimiento trágico de la vida –impostado en el caso de Zuloaga– y la Castilla envuelta en andrajos, despectiva e ignorante. Ninguno de los dos es capaz de advertir que Sorolla es quien ofrece la vida en sus obras y que las del otro nacen muertas. Machado, tan prudente de suyo hasta que –probablemente– se le fue la pinza (sólo así se entiende su poema al criminal Líster), nos dice que oye el tintineo de monedas fenicias en las obras del gran pintor luminista.

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El siglo XX redescubrió la importancia de los genios en la pintura aunque cambiando los muebles de sitio: donde en el Renacimiento se atribuía esa cualidad a quien dominando por completo el oficio llegaba a trascenderlo –el largo y dificultoso camino que va del copiante al inventor– los mercaderes de la usura poundiana colocaron lo anómalo, en el sentido de enfermo. Y en plena enfermedad vivimos.

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Esta mañana he paseado por la plaza de Guadalupe y las calles aledañas por refrescar la visión de los destrozos en el caserío histórico que la ignorancia aliada con el interés y la mala fe pueden causar. La defensa del político, cínica, es que se pudo hacer por carencia de normas pero sabes que miente porque estuviste allí: quien desea que su voluntad sea la norma procura que no haya otras que puedan obligarle.

Lo peor, el daño real, es que no hay marcha atrás, son hechos consumados, cercenar esa parte del caserío reduce el interés de la ciudad y dificulta –si no impide– aspiraciones legítimas de los ciudadanos.