Como si matara ciento

 

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Escribe un periodista que pinta, –o pintor que escribe en periódicos, a saber– que los artistas deben permanecer mudos, que mejor que no digan nada porque su mundo es visual y, por ello, silencioso. Dejemos a un lado el almíbar de la erudición porque ya no vale nada toda vez que en internet están la Enciclopedia Británica y el Espasa.

La mudez del artista es un mito romántico, tanto como el de la originalidad. Juntando ambos y dándoles beligerancia se puede destruir el arte. No será porque no se haya intentado, que aquí dejo constancia de costurones y trasplantes con tenacidad. Ha sido un mito muy querido, también, por los expresionistas abstractos (a los que sigue el periodista o pintor citado): un Pollock, un De Kooning, son la representación viva de que se puede ser un genio capaz de cambiar la pintura ¿para siempre? emitiendo algún mugido y poco más. Antes ya lo logró Cézanne, que descubrió la pólvora de que toda figura es susceptible de ser reducida ¿encajada? a cilindro, cono o esfera, sistema que venía practicándose desde Villard D’Honnecourt y más. Que es lo propio aunque Cézanne lo hiciera mal como delatan sus figuras de cartón. El paisaje no cuenta porque es muy sufrido y se deja hacer de todo.

Si el comentado me lee, que no creo, va a tirar con seguridad del «Nacidos bajo el signo de Saturno», un divertido ramillete de extravagancias propias de los artistas famosos –desde la Antigüedad hasta la Revolución Francesa, subtitula– que justamente se publicó en 1963, en pleno apogeo de la pintura pulsional e inconsciente, como se decía una década después en franca redundancia.

Tres ejemplos sólo pero que bastan para negar lo que afirma el mentado: Leonardo, Rubens y Velázquez. No estaremos de acuerdo en los tres pero puede decirse que lo mejor de la pintura occidental se contiene en esa secuencia, en todos los órdenes. Ninguno de ellos mugía ni preferían el silencio. Todos fueron hombres muy cultos incluso para su tiempo. El más reservado de los tres, tal vez, fue el que más escribió. Los otros dos, con talleres abiertos en los que no sólo se pintaban cuadros sino que se educaban artistas desde la infancia, no debían ser malos comunicadores. Llegado aquí me asalta el deseo de repetir la parla sobre las funciones como embajador que desempeñó Rubens más que gustoso. No hace falta.

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Si algo me han enseñado las redes sociales es que talento y fama no tienen por qué coincidir. En ellas he conocido poetas mejores que otros con laureles, escritores y periodistas de provincias que dejan en precario a gente de mucho nombre y poco fuste. Filósofos que merecen cátedra y tanta gente de valor con mejores cabezas que los archipámpanos que viven de lo hueco de sus cerebros.

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Comienzo el libro sobre Caridad Mercader, –es decir, sobre su hijo asesino que es el centro de la diana– y al llegar aquí se me cae de las manos: «Cuando se imaginaba la felicidad no la situaba ni en Moscú ni en La Habana sino en Sant Felíu, en sus calas de aguas transparentes iluminadas por la democrática luz mediterránea». Qué fortaleza de palabra, democrática, que puede adjetivar la luz.

Mi hijo mayor y mi sobrino A. jugaban en el jardín a poco de morir el tirano. Dos o tres años tendrían. Los niños andaban muy afanados con ramas y hojas, construyendo algo. Pregunté qué hacían  y uno de ellos contestó: «Una barca muy mocrática (sic)». Cuántas veces habrían oído aquellos parvulitos el mantra.

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Fulano es un canalla, todos lo somos para alguien. Son los gestos los que cuentan en un mundo de gesticulaciones y no los hechos. Estos se conocerán más tarde, suponiendo que Fulano deje huella y su vida interese, aunque para entonces ya habrá engañado a mucha gente.

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Como criminales me interesan más Lenin, Trotsky y Stalin que Eichmann y Bin Laden. El denominador común es el fanatismo salvo que en los tres primeros hay también, en grado supino, demencia.

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Tan falso es presentar la II República como una democracia (no puede serlo un sistema en el que se elimina físicamente al adversario o se hacen leyes para impedir la libertad del otro) como presentar un Franco salvador de las libertades.

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Los comunistas nunca se han ido. Están agazapados esperando el momento de hacerse visibles. Si un liberal de izquierda o derecha tiene la obligación moral de combatirlos sin violencia no es porque tema la revolución o la vuelta del estalinismo sino porque la misión que se les ha confiado es facilitar el camino a la Sumisión. Por ello están recibiendo ayuda de los ayatolas.