Et in Arcadia ego

 

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El esfuerzo a lo largo de mi vida no ha sido lo que llaman «hacer una obra» sino aprender. Plantearme problemas e intentar resolverlos. Muchas veces los problemas han sido superiores a mis capacidades y han terminado en abandono y fracaso pero también han ido dejando fragmentos, obras terminadas –e inacabadas– en este casi medio siglo de pintura. Mi obra –el enunciado ya me perturba interiormente– debería leerse, si alguien se interesa algún día por ella, como un problema de estratos arqueológicos, el último de los cuales soy yo mismo. Un yo que nunca he podido delimitar con nitidez y ponerlo en una caja con lazo.

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En algunas épocas he conocido el éxito –relativo– que se traduce en favor del público y ventas. No iba en la corriente sino que la marcábamos unos cuantos. Diferentes corrientes.

Cuando me cansé de nadar o dejarme llevar salí del río y me senté en la orilla –con la árida llanura a mi espalda, como en el famoso poema me gustaría decir– y dejé de interesarme por lo que opinasen los demás. De hecho sólo concibo pintar como un acto privado sin afán de comunicación ni presencia del Otro. Pinto para mí, para ver cómo resuelvo algo o demostrarme que puedo resolverlo. Mis pinturas no están hechas para ser expuestas ni tienen ambición de galería o museo. A lo más que aspiran es a separarse de la pared por medio de un marco que limpie los bordes y terminar en alguna casa habitada, recibiendo la luz de cada mañana. Sólo las veo cómodas en esa situación.

No producen impacto, ni aspiran a ello. No hay choque y huyo del virtuosismo como de la peste. Si un cuadro se amanera lo emborrono y pinto encima. Está acabado porque puedo respirar (o puede respirar si es figura), porque ya no sé más de esa situación o problema, o porque me canso de verlo.

Puedo sacar adelante el cuadro de un tirón o dejarlo dormir durante años: yo sé lo que le pasa aunque no siempre tengo fuerzas, ganas o talento para terminarlo. No produzco cuadros sino que trato de abrir la superficie del lienzo para que entre el aire porque si entra también entra la vida. Acabar o no acabar no forma parte de mis preocupaciones.

No hago muchos distingos entre naturaleza y arte. Para mí puede tener tanto sentido estudiar los volúmenes de una cabeza del natural como copiar otra que me atrae –por razones diversas y a veces contrapuestas– y que se pintó en el Barroco o en el siglo XIX. Lo paso exactamente igual de bien o mal. Se trata de analizar formas y sentimientos. Las hechuras son muy importantes en el arte porque son las puntadas con las que el artista cose la vida a la obra. Hay muchos que no lo entienden y llegan a despreciar esa parte fundamental de la obra de arte para instalarse en las interpretaciones que suelen ser, más bien, traducciones a literatura.

Por el estudio, junto a mis obras, siempre hay copias a medio hacer. Raramente las termino porque, planteado el problema y resuelto en mi cabeza, dejan de interesarme. Ahora mismo hay un Inocencio con la cara a falta de algunos golpes de acento, una menina (la cabeza y el hombro) y un retrato de dama que me fascina, cuyo original es de un pintor inglés. Un retrato de su hermana, muy sobrio y de una elegancia en el tratamiento de las carnaciones poco habitual en el siglo XIX.

Eso convive, para mí armónicamente, con los paisajes, bodegones de flores y unos retratos de mi padre y mi madre, además de unas vanitas con calavera y rosas. Quiero copiar, a tamaño natural, la hilandera que figura Aracne en la fábula velazqueña. La que extiende el brazo y es trasunto de uno de los Ignudi miguelangelescos de la Sixtina. Velázquez estuvo dibujando allí y esta Aracne surge directamente de los muros vaticanos. El arte no es nada sin la vida pero tampoco sin el arte. Digamos que los artistas que me atraen son aquellos que ofician en ambos altares. El realismo a secas es un alimento demasiado crudo para mi paladar.

No soy copista de museo y no podría serlo nunca. En primer lugar porque mis copias no suelen serlo de un cuadro completo. Más bien fragmentos que me interesan por alguna razón. A veces tan poco relevantes como un par de pies salidos del pincel del gran flamenco.

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Con un amigo escultor, en Nápoles, cenando en una terraza frente al Castell dell’Ovo, un par de músicos nos agobian con las tarantelas. Súbitamente mi amigo rompe a aplaudir, interrumpe la música y grita como si estuviera en un concierto: ¡Bravo, bravo! Y luego remata: ¡Bravo e basta!

Entiendo en ese momento que un español más bien serio jamás llegará a tener ese ingenio tan rápido para verbalizar una situación.

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Santiago Carrillo –sigo con la militancia anticomunista– siempre estuvo al loro del asesinato de Trotsky o, al menos, de que las actividades de Mercader en Méjico iban en esa dirección. Cuando el asesino del piolet quiso regresar a España para morir, Carrillo le exigió como condición obligada para ayudarle al regreso y facilitarle la vida –estaba protegido en Cuba– que escribiese un libro de supuestas memorias, en las que él y el PCE quedaran al margen del crimen. Siempre fue un hombre de sentimientos delicados.

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Una cita de Evelyn Waugh: «Cada vez que un grupo humano se ha empeñado en hacer realidad una utopía, el resultado ha sido poco estimulante para las personas de gusto civilizado, aunque este sea modesto. Tras cada utopía fracasada una nueva generación de utópicos retoma el invento creyendo que los fracasos previos fueron porque ellos no estaban al mando.»