Liebre por gato

 

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La pintura fue un oficio muy complicado, más allá del talento necesario para poner en pie al matrimonio Arnolfini. Una tabla de buena madera, dura y de grano apretado, que hubiera sido cortada bajo ciertas condiciones estacionales y meteorológicas, seccionada del tronco radialmente para que no alabease, sistema trasero de enlistonado para lo mismo, la aplicación del fondo en varias capas apomazadas, la imprimación de color, la templa o guazzo, los pigmentos caros estipulados y pesados en balanza… Y que el gremio pusiera el sello aprobatorio.

Parecido a uno de aquellos ebanistas que invertían años en hacer un despacho estilo Remordimiento Español, todo de nogal –español también, nada de americano que es peor– y unas cabezas de Viriatos o conquistadores extremeños siempre coincidentes con la nuca del que se sienta, en un horror vacui que no dejaba un milímetro de madera por el que la gubia no transitara. Muy bien hecho y que te hace recordar lo de «qué difícil pero ojalá hubiera sido imposible».

La pintura barroca es sencilla en su ejecución y compleja en sus significados. Aunque Rubens, como pintor flamenco que es, se tira cada vez que puede a por la tabla (Las Tres Gracias del Prado, por ejemplo), la tela de lino sobre bastidor permite grandes formatos y el cómodo transporte de los lienzos enrollados. Así regresó Velázquez de Italia, con sus obras y las compradas para Felipe IV.

El procedimiento, en lo fundamental, es igual que en el Gótico tardío pero alla breve: lienzo encolado, fondo e imprimatura. Y encima unas pinceladas generosas, delicuescentes o cargadas de materia –según las zonas– para ser vistas de lejos, sin meter la nariz, tal y como es tradición que dijo Rembrandt a un curioso que se acercaba demasiado: ¡Cuidado que la pintura es venenosa!

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Fue C. quien primero me advirtió que ciertos cuadros del Prado, cuando el museo se cierra y todo queda en penumbra, despiden luz. Él puede saberlo porque trabajó allí muchos años y, a menudo, dejaba tarde el laboratorio y tenía que pasar por las salas vacías. Le di muchas vueltas a aquello pero terminé cuadrándolo. No hay misterio, más allá del talento de los pintores para usar los materiales que la naturaleza puso a su disposición.

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Sin darme demasiada cuenta han ido apareciendo las vanitas en el estudio. Ahora mismo hay cuatro aunque sólo tres con calavera.

La calavera es de plástico y hay que fingir hueso. Prefiero ver a inventar pero no me queda otra. Hay pinturas debajo, pinturas con las que no estaba satisfecho y que cubrí con una imprimación nueva. En uno de los casos es un recorte de un cuadro más grande de hace treinta años. Estaba tan seco que me permitió pintar encima sin volver a imprimar. No saldrán del estudio, son notas íntimas que a nadie importan.

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Se acabaron casi al tiempo las copias de la menina y del retrato del Papa Inocencio. Pues me gusta usarlas de entrenamiento cuando estoy bajo de ánimo o flojo de ideas, he desempolvado otras dos, hechas muchos años atrás. Una del cíclope de espaldas de La Fragua y otra del paisillo de la Villa Médicis, el bonito. Ambas están acabadas y correctas pero ahora no las habría hecho así y se impone una refacción. Lo primero, en el caso del cíclope (es broma velazqueña pues, aunque la cabeza está girada, se ve que tiene dos ojos como todo el mundo) es estirar el lienzo en su bastidor y darle una limpieza superficial. El paisaje está pimpante, sólo hay que aclararlo un poco porque se pintó antes de que limpiaran el original y salieran a relucir verdes hechos con azurita donde antes se veían verdes parduzcos. Me conmueven los dos paisajitos (paisillos para el barroco) porque es tradición que el genio los pintó tras una dura enfermedad, mientras convalecía y desde la ventana, completamente del natural. Debe entenderse qué significa en este caso «completamente del natural» pues ha hecho correr mucha tinta y dado ánimos a escritores mal enterados sobre el hecho de pintar. Tanto se han disparado que los dan por puro impresionismo que se anticipa dos siglos. Un poco de calma. Que Velázquez mire el natural no quiere decir que lo pinte. Dicho de otro modo: ni lo imita servilmente ni juega al uno igual a uno. Lo tiene delante y lo usa desde la limitación que supone su paleta en la que, los colores más brillantes de que dispone, son grises comparados con los cadmios y cromos del paisajista de los siglos XIX y XX. Si toda pintura es una metáfora y, al tiempo, una metonimia con relación al natural, lo es más todavía en el caso de la pintura antigua, haciendo buena la sentencia de que el pintor no pinta lo que ve sino que ve lo que pinta. No hay forma de que Velázquez pudiera pintar a pleno sol. Voy a dejarlo aquí para otro día.

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Ayer dejé planteado, encamado y secando, al perro dormido –hecho un ovillo– tomado del dibujo del año pasado. Otro lienzo aprovechado: debajo del perro hay un desnudo femenino que no me gustaba. Me ha llevado dos sesiones cortas dibujarlo y encamarlo. Hay que dejar secar a fondo para aislar lo hecho.

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Me pregunto si la calavera dice algo a quienes gustan todavía de la pintura. Para una persona de siglos atrás era evidente la metáfora, hoy es posible que sea vista como una pieza escapada de la serie CSI o, directamente, una porquería. De insistir en las vanitas hay que ir pensando en polvo de crematorio.

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Ahora que veo la noticia de la muerte de Butor –con la adenda «uno de los creadores del Nouveau Roman» – no puedo dejar de pensar lo bien engrasada que ha estado la industria cultural francesa y lo bien que vende humo.

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Los grandes pintores tienen una manera natural de pintar, del mismo modo que el gran compositor de música escribe para el instrumento no sólo dentro de su tesitura y croma sino de un modo orgánico, exigiendo mucho del intérprete pero sin romperle brazos, dedos o pulmones. Cuando se ha comprendido esto se está más cerca de distinguir la buena pintura.

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Lo del mérito se desplaza. Cuando yo dejaba la infancia y cogía por primera vez óleos y pinceles la cosa estaba en pintar un viejo fumando en cachimba o un moro de tez oscura y con mucha barba. Si se juntaban los temas –moro, viejo y cachimba– triunfabas en vida. Como a mí me daba por los paisajes supe muy pronto que mi carrera sería un completo fracaso y así vamos, sobrellevándolo.

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Tampoco lo tuve fácil como bajista. Mi padre, que fue músico por afición en su juventud pero nunca se ganó la vida con ello, quiso que tocáramos un día para él.  Como veía que el primer guitarra era quien más destacaba y que yo, con mi bajo Hofner, sólo hacía ‘bom, bom, bom, zumba, zumba…’ no pudo contenerse más y me gritó por encima de la música: ¡Adórnalo un poco, leche!

A ver quién le decía que a mediados de los 60 el posible adorno del bajista era más bien de tipo capilar.