Veneno lechal

 

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Tiene ochenta años y ha pintado bodegones la mayor parte de su vida. Como no ha sido hiperrealista y su pintura es tradicional de factura (estudió mucho a Rembrandt y Chardin en su juventud y en ello sigue) hay que suponer que lo pasó muy mal para sobrevivir pintando. En España no lo hubiera logrado. No hay sitio para ese tipo de pintor entre nosotros.

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Qué me importa que el gran monte esté ahora cercado de casas si no pienso volver jamás y en mi memoria vive perfecto, con las campas descendiendo al mar, bruscamente y un poco más abajo marcando el lomo suave de una vaca satisfecha.

Terminaba en acantilado, donde naufragaban los barcos y las pozas nos regalaban, en la marea baja, diversión y peces que no podíamos coger pero llenaban de risas la tarde. Manuel con los barcos y viajes, su mirada se marchaba con la desdibujada silueta de los transatlánticos. Yo me fui, el mar desapareció de la vida de todos los días trocado en llanura de cereal, pero Manuel entró en la Naval y salió capitán de barco. Navegó todos los mares y regresó a nuestra Ítaca infantil para cuidar del huerto y de los nietos.

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Le llamaban Veneno por algo. Todos los fregados pasaban por él y bofetada que se escapaba terminaba en sus papos. Tenía un hermano mayor, poquita cosa pero muy compuesto, que decía ser dueño de un golpe secreto capaz de aniquilar a un remero de trainera. Lo tengo escrito en un cuento.

Nos fuimos a Barcelona, a tocar la guitarra eléctrica con unos chicos de allí que estaban a la última. La vuelta fue penosa, andando la mayor parte del camino entre Lérida y Zaragoza. Recuerdo aguaceros interminables y las manos tan frías que no podía desabotonar la bragueta para orinar. De Barcelona me traje un atuendo a la última, con guerrera amarilla que iba bien con el color de la guitarra.

En 1968, estando yo en Madrid, volvió a aparecer Veneno. Era así, un día normal y corriente salías de casa y allí estaba, en el portal, como si hubieras dejado de verle el día anterior. Nunca supe cómo me encontraba pues no había detrás familia ni amigos comunes, nadie que le diera señales. Vivía yo entonces por la calle Cervantes, cerca de la Plaza de Santa Ana y allí se incrustó. Ya no teníamos nada en común: la guitarra quedó colgada para siempre cuando me fui a Madrid y mi horizonte era otro. Seguía lo mismo, entre la niñez y la adolescencia, de la que parecía no haber salido. Un par de líos por su causa y me harté. Lo mandé a paseo teniendo que ponerme serio porque Veneno no aceptaba que lo largaran: se quedaba mirándote y sonriendo tontamente, como si fuera incapaz de entender que estaba de más. Anduvo rondando unos días hasta que, desengañado, terminó por desaparecer.

Nueve o diez años más tarde sonó el teléfono –otra casa– y allí estaba de nuevo. Llamaba para decirme que me había visto en la tele, en lo de Paloma Chamorro, y que se ganaba la vida con una droguería-perfumería. Parece que el veneno había perdido sus propiedades y le había permitido acomodarse, por fin, a una vida normal. Tampoco supe cómo me había encontrado y ahora mismo, mientras escribo estas líneas, me está dando qué pensar si no las leerá –si está vivo– y acabará por presentarse en la puerta.

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Leo en un diario digital que los científicos (sic) han conseguido demostrar que la realidad sólo existe cuando la miras. Ya puedo morir tranquilo pues me la llevaré entera a la tumba.

El asunto es que hay más nada que algo. Y no podemos ver en qué plano del espacio-tiempo están sucediendo los acontecimientos de nuestra vida, si somos quien ve pasar el tren o el viajero que mira el paisaje desde la ventanilla. O ambos al mismo tiempo.

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La política en España ha entrado en un bucle melancólico. Era previsible: parece que cada nueva generación es más débil intelectualmente que la anterior. Sucede lo mismo con las artes y las letras, no hay de qué extrañarse.

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A los estudiantes de Bellas Artes nos gustaban las calaveras. No sólo por lo que facilitaban el estudio sino también porque te daban tono y chispa de artista. Eran relativamente fáciles de encontrar en los descampados de la Ciudad Universitaria, con tiro de gracia en la sien. Nadie se escandalizaba, tampoco, si se le pedían a los sepultureros cuando hacían limpieza de las fosas comunes a las que iban a parar los restos de la gente sin nombre o dinero.

Hoy parece que es cosa muy controlada y que estar en posesión de alguna cuyo origen no puedas justificar puede traerte dolores de cabeza, valga la frase. Pienso en la mía, a la que llamaba ‘García Lorca’ porque salió en el barranco de Víznar, con su tirito en la sien, y que un maldito pintor de brocha gorda tiró a la basura pensando –eso me dijo– que era ‘una porquería’. En mala hora se me ocurrió pintar las paredes del estudio.

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Las higueras están a punto y las chicharras andan enloquecidas. Los olivares de la sierra recalentados parece que se fueran a quedar para siempre en un estado intermedio entre vegetal y fósil. Sólo en la hondonada, con el pozo y el chabarco, llegan olores distintos del que trasmina el polvo de la hierba seca. Aprovecho todas las horas que puedo para hacer vida de monje, las ventanas oscurecidas y el sol filtrado. No hay nada tan bello como la luz solar colándose por una rendija e iluminando al paso los objetos, destacando perfiles y anegando sombras.

Si el caravaggismo encarnó del modo en que lo hizo en la pintura española, por Sevilla y Levante, fue debido –probablemente– a la costumbre de entornar las contraventanas y dejar la luz justa para no quedarse a oscuras. En las siestas granadinas, en el zaguán de la casa familiar, en la quietud y silencio de las calles, la luz pintaba bodegones de Zurbarán, de Sánchez Cotán, y los primos dormían siempre el sueño de Jacob según Ribera.

Después de la siesta me iba a la era a subirme en el trillo con el mulero que me cazaba pájaros con lazos de crin y, al caer la tarde, iba con las mulas –subido en una– a darles agua al río. Qué les voy a contar del relucir de la grupa del potro o del frescor lechal de las carnes de virgen sorprendida en el baño.